La música de Prince era, antes que nada, una invitación irresistible a ir de fiesta. Desde escenarios sudorosos y nublados, y detrás de un aura mística de funk, exhortaba al público a amar, a hacer el amor y a volverse loco. Con sus olas de ritmos creados con maestría llevaba a quien estuviera frente a él a su templo de erotismo y éxtasis.