Es verdad que la actual Constitución contiene sesgos propios de la ideología de sus creadores, traducidos en excentricidades populistas como la inviable plurinacionalidad, o la mal denominada “jurisdicción” indígena, o hasta ecopopulistas, como la indebida constitucionalización la llamada pacha mama. Pero, así mismo, llevó al Ecuador a otro nivel en protección de derechos y justicia constitucional que, sin ser perfecta (ninguna lo es), cuando actúa de manera independiente a los poderes públicos y económicos contribuye al desarrollo igualitario del país.
Si de algo podría pecar el texto constitucional es de ser considerado excesivamente garantista. Pero las garantías en nuestro modelo de Estado “social de derechos justicia” ni son excesivas ni nacen solo del texto constitucional. La Constitución como instrumento jurídico se limita a establecer normas de convivencia guiadas por principios y valores producto de acuerdos políticos y sociales. Por eso una nueva no va a solucionar problemas de delincuencia, ni del sistema hospitalario, ni de un presupuesto desfinanciado, ni va a eliminar la corrupción, porque no son fines constitucionales, sino más bien dependen de estamentos inferiores como leyes bien hechas, fuerza pública suficiente, adecuado sistema judicial, eficiente gestión administrativa, funcionarios públicos idóneos y una sociedad honesta y respetuosa del derecho.
Josep Aguiló diferencia entre “tener una constitución”, “darse una constitución” y “vivir en constitución”. La primera significa la vigencia de una normativa que mantenga el imperio del Estado de derecho, sometiendo legítimamente al ciudadano y al poder estatal a principios y valores democráticos. Dársela, representa llegar a los antedichos acuerdos que acepten estos principios y valores. Y vivirla, implica poder mantener una “continuidad constitucional” a la que se vayan adaptando las nuevas generaciones y los cambios sociales.
El modelo de Estado constitucional actual es irreversible en muchos temas, porque no se puede desmantelar la estructura de derechos incorporada sin caer en arbitrariedad. Además, presupone el conocimiento y ejercicio de principios y valores preestablecidos y aceptados por conciertos sociales previos. Por ello, unas cosas se pueden cambiar y otras no: no se podría permitir la pena de muerte, por ejemplo, pero sí reestructurar el acceso a las funciones públicas o los órganos nominadores. En cambio, la estructura de la Corte Constitucional no se puede alterar porque es un organismo inamovible de contrapeso a los poderes del Estado, que al mismo tiempo constituye un derecho y la garantía de su vigencia.
El “momento constitucional” que se avecina en una nación que por 200 años de vida republicana ha tenido 20 constituciones –en tercer lugar latinoamericano de fecundidad constitucional–, debería despertar una alerta en la ciudadanía sobre la necesidad de no dejarse engañar y apoyar consensos con miras a que el constitucionalismo vigente no se transforme en lo que el mismo Aguiló llama “seudoconstitucionalismo”, como disfraz de eventuales abusos, pues, como la historia ha demostrado, el problema del país no es de leyes sino de quienes las hacen y las aplican. (O)