Hoy se celebra el Día Mundial del Folklore, eso me lleva a hacerme ciertas preguntas: ¿cuál es la música nacional?, ¿cuál es la danza que nos representa?, ¿cuál es la comida típica del Ecuador? Una de las cosas que me enamoran del Ecuador es su diversidad cultural.
Otros países presentan ciertos matices entre las distintas regiones, pero todos tienen sus fiestas patrias, su música, comida y bailes, pero en nuestro país hay una convivencia de identidades muy marcadas, con sus propias tradiciones y culturas, donde las fiestas de las ciudades son más celebradas que una fecha nacional.
El término folklore fue acuñado en 1846 por el escritor e investigador británico William John Thoms, y que se construye combinando las palabras folk, que significa pueblo, y lore, que representa la tradición y el conocimiento popular.
Si vamos a una definición, el folklore o folclor se determina como un conjunto de costumbres, creencias, artesanías, canciones y otras cosas semejantes tradicionales y populares.
El folclor es más que cantos y danzas, es un idioma compartido que ordena recuerdos, lugares, costumbres y afectos. Es símbolo de identidad y cultura, porque reconoce y ubica nutriéndose de las historias transmitidas de generación en generación.
Si nos fijamos en el presente, veremos que hoy estamos viviendo una globalización de la comunicación, de las historias, un mismo trend de TikTok puede arrasar en Quito o Esmeraldas y también en Estocolmo al mismo tiempo. Los algoritmos no se fijan en territorios.
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Las nuevas generaciones van creciendo con pantallas que comparten unos mismos contenidos universales, esporádicos, vacíos y efímeros, marcados por tendencias y likes, dictados sin propósito, condenados a la inmediatez y el olvido desde el momento de su creación.
Pero ¿quién puede competir con eso?, ¿qué espacio queda para nuestras narraciones ancestrales? En este contexto, ¿pueden las identidades volverse una plantilla genérica y lo que nos representa como historia y su folclor quedar reducido a disfraces y espectáculos en tarimas y escuelas?
Zygmunt Bauman planteó que en el mundo líquido las personas fabrican y renegocian sus identidades de forma continua, el “quiénes somos” no es un dato sino una tarea ansiosa, el algoritmo ofrece pertenencias instantáneas, pero como toda promesa soluble, exige renovarse con cada scroll.
Si queremos hacer presente para ellos nuestra historia, la salida no es atrincherar el pasado, sino volverlo practicable, se necesita de narrativas compartidas actualizadas y prácticas culturales vivas.
El desafío de un país plural es fabricar mediaciones: escuelas que enseñen a leer prácticas (no solo nombres), medios e influencers que cuenten procesos, políticas que propaguen repertorios vivos (no solo festivales).
La identidad no es un refugio contra el mundo, es una manera de habitarlo. Lo vivo se transmite por repetición creativa. El folclor importa, no como decorado de lo típico, sino como gramática de lo cotidiano.
Si el algoritmo nos empuja a parecernos, que el folclor nos recuerde por qué somos distintos. Feliz Día del Folclor. (O)