Al ser humano se le ha asignado una complicada tarea: tener que afrontar una corta o larga vida, y esto ha sido desde siempre porque todo lo tuvo que aprender, gracias a Dios que lo dotó de un pequeño órgano situado en la parte más alta de su autonomía llamado cerebro de no más de kilo y medio de peso, con una cualidad de la cual carece la mayoría de los otros animales, que la llamamos inteligencia, con la cual tuvo que inventarse todo, desde aprender a erguirse en sus dos piernas, aprender a hablar, escribir, cantar, reír, llorar, un proceso difícil y no exento de complicaciones.

Tuvo que adaptar órganos y aparatos para poder hablar, se inventó los números a través de la observación de las manos, del uno al diez y de ahí le añadió ceros hasta el infinito; a partir del do, re, mi, fa, sol, la, si, se inventó la música y con el gran espíritu de observación que le dieron sus sentidos agudizó la inteligencia y de la misma naturaleza comenzó a descubrir todo lo que ya estaba hecho. De la materia física descubrió el átomo y de él toda la enorme energía de sus electrones y protones para mover todo, incluso hasta fabricar bombas para su autodestrucción.

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De la materia orgánica descubrió las células y de ahí el genoma con todos los mágicos misterios que hacen posible una maravillosa vida biológica de inconmensurables dimensiones diminutas. Y ahora vino lo más difícil: tratar de descubrirse a sí mismo, ¡la más difícil tarea! Desde los upanishad que en el libro de los vedas descubrieron que algo movía todo y que el todo era uno, ¡Dios!, que “duerme en los minerales, respira en las plantas, vuela en las aves, camina en los animales y piensa y ama a través de los hombres”. De ahí se inventaron las ciencias y el arte. Hermosa la ruta de la barbarie a la civilización, aunque algunos creen que estamos viviendo una “barbarie ilustrada”. (O)

Hugo Alexander Cajas Salvatierra, médico y comunicador social, Milagro