Diferenciar entre observar el proceso de cuidado de un adulto mayor hemipléjico y vivirlo es comprender dos realidades completamente distintas.
Desde afuera se pueden analizar rutinas, métodos y necesidades; sin embargo, estar dentro implica habitar un territorio emocional en el que cada día es un encuentro entre el yo y el otro, entre la esperanza que impulsa y la desesperación que a veces asoma, entre la disciplina que sostiene y las ganas de descansar que también reclaman espacio. Sin embargo, en medio de ese vaivén, la experiencia se convierte en un tesoro: una fuente de lecciones profundas, de enseñanzas silenciosas y de áreas por mejorar que solo la convivencia cercana permite identificar. En esa enriquecedora etapa ganamos todos, porque Dios ya tenía ese tiempo predestinado para continuar moldeando nuestro carácter.
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Cuidar a un adulto mayor en sus últimos años es un acto radical de amor. En esa etapa lo más valioso que una persona puede recibir no es un tratamiento sofisticado ni un programa perfecto, sino atención auténtica, compañía constante, compasión sana y la oportunidad de pedir perdón, cerrar pendientes y reencontrarse con los suyos. El mayor regalo de la vida es una familia unida y también una familia que acompaña sin abandonar.
La recta final de mi papi estuvo rodeada de ángeles: cada especialista que lo atendió con entrega, sus cuidadoras incondicionales y la mejor medicina que pudo recibir para mantener su ánimo vivo, desde la bulla alegre de las mujeres de su casa, las travesuras de sus nietos, las visitas inesperadas y las risas que se colaban incluso en los momentos más difíciles de esta última etapa.
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Chao, papi. Espero que te hayas ido con el corazón lleno y el alma en paz directo junto a Dios. (O)
Paula Pettinelli Gallardo, Guayaquil