A veces la vida cambia en un solo segundo. Un diagnóstico. Una palabra. Un “Usted tiene cáncer” que rompe el alma y reescribe el rumbo.

Yo lo escuché con el corazón latiendo tan fuerte que apenas podía pensar. Tenía un hijo, sueños, una rutina... Y de pronto, me vi sin cabello, sin fuerzas, sin certezas. Pero no sin esperanza.

Porque hay algo que el cáncer no puede tocar: mi espíritu.

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Decidí no esconderme. Me miré al espejo sin pestañas, sin cejas, con un rostro que apenas reconocía, y aun así me dije: “Tú sigues aquí. No eres tu enfermedad. Eres luz”. Y desde ese momento empecé a reconstruirme desde adentro, a sostenerme en la fe, a caminar incluso cuando el cuerpo pedía rendirse.

Aprendí a maquillarme no solo la cara, sino el alma. A ponerme bonita para mí, no para los demás. A no dejar que el dolor se note más que mi sonrisa. A encontrar belleza en lo que quedaba, no en lo que se fue.

Porque cuando no tienes más opción, aprendes a agarrarte a la vida con uñas, dientes y fe. Aprendes a vivir cada día como si fuera un milagro. Y lo es.

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Hoy sigo en tratamiento. No es fácil. Hay días de miedo, de silencio, de llanto escondido. Pero hay más días con propósito. Me convertí en activista, en voz para otras mujeres. En ejemplo para mi hijo. En una versión de mí que jamás imaginé.

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Y aunque mi cuerpo cambió, mi esencia se fortaleció. Soy resiliente, no porque no me duela, sino porque sigo de pie.

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A quienes atraviesan tormentas similares, les digo esto: no eres tu diagnóstico; eres tu coraje, tu forma de levantarte, tu fe terca, tu alma inmensa.

Yo tengo cáncer, es verdad. Sin embargo, el cáncer… no me tiene a mí. (O)

Luz Vanessa Pavicich Clavijo, paciente oncológica y activista por la vida, Guayaquil