Acojo la sugerencia de Jéssica Orrala, que este Diario nos compartió su precisa y útil carta para los lectores el pasado miércoles, 16 de julio.

Sirva este escrito para unirme al clamor de Orrala. Incito a que no seamos cómplices de este problema, por consiguiente, no hagamos ni permitamos en el cotidiano hablar un vocabulario de palabrotas malsonantes, ordinariez, indignas, vulgares o soez, en ninguna área o esfera de contacto. En mi entorno familiar y social no es usual porque conocen mi posición al respecto. Siendo el español el único idioma que escribo, hablo y amo, no escucho, no entiendo, no tolero, no acepto ningún tipo de conversación con vocablos repulsivos.

¿El que la hace la paga?

Según publicaciones detallan que las malas palabras son un modo de escape, que mejoran la circulación sanguínea, elevan la liberación de endorfinas y promueven la sensación de bienestar… y no refieren que esta hormona de la felicidad presente momentáneamente no contrarresta el exceso de cortisol liberado, no comentan que es como beber alcohol, que aparentemente te sientes en euforia y la resaca ¿qué?, ocurre lo mismo destruyendo tu glándula hepática, lo que es más aún deteriora tu imagen y como resultado carencia de respeto.

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Un estudio publicado en 2013 halló que personas que habían sido castigadas más veces en la infancia utilizan este tipo de expresiones, denotando el origen de un hogar conflictivo. También investigaciones concluyen que las personas muy groseras o de locuciones indecentes han sido calificadas de menos competentes y menos creíbles.

Ciudad del ruido

Un principio clave es considerar que las palabras tienen acústica, colores y reflejos, por lo tanto hagamos un buen uso del lenguaje y que este sea nuestra carta de presentación. Queridos lectores, recordemos que la palabra es la balanza que pesa la calidad humana. (O)

Alexandra Cedeño Chunga, Guayaquil