En una reflexión pasada dije que la polarización en Ecuador no es entre izquierda y derecha, sino entre dos izquierdas, y esa distorsión tiene consecuencias: un Estado incapaz de sostener el bien común porque oscila entre el populismo y la radicalidad.

Gobernar nunca ha sido tarea sencilla. La demagogia reduce los problemas a consignas –bajar impuestos, multiplicar derechos, prometer gratuidad total–, pero la realidad es más dura: los recursos salen siempre del bolsillo de los contribuyentes. Y cuando el gasto no se ordena, la deuda y la corrupción terminan consumiendo lo que debía destinarse a salud, educación y seguridad.

Lo trágico es que en nombre de la justicia social se sacrifiquen precisamente esos servicios. Hoy un ecuatoriano puede quedar arruinado por una cirugía básica en un hospital privado. Y la educación, que debería formar ciudadanos libres, se convierte muchas veces en botín político. El Estado social, en lugar de ser un escudo, se vuelve un campo de promesas vacías.

Publicidad

Todo esto ocurre en un país que ha ido perdiendo su base cultural y moral. Sin valores compartidos, sin una ética pública arraigada en nuestra tradición cristiana, la política se convierte en un mercado de eslóganes.

La constituyente debe servir para corregir este rumbo, no para inventar “nuevos derechos” imposibles de financiar, sino para garantizar con realismo los servicios básicos, fortalecer el Estado y recuperar principios que den cohesión a la nación. (O)

Galo Guillermo Farfán Cano, médico y máster en VIH, Guayaquil