El sorpresivo resultado de la consulta popular y referéndum se convierte en un diagnóstico que activa las alertas sobre el verdadero estado de evolución y madurez de un electorado que, de forma mayoritaria, ha venido decidiendo la realidad social, económica y política de nuestro país.
Que somos un país rico en recursos naturales y que con la riqueza que poseemos cualquier otro país del primer mundo se habría convertido en potencia mundial desde hace mucho tiempo es una de las invocaciones que ha ganado ribetes líricos, sin que se haya convertido en una efectiva y feliz realidad.
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No cabe argumento en contrario, sobre las malas administraciones que ha soportado el Estado de manera histórica, las mismas que se han encargado de empobrecer a la mayoría de la población que, a pesar de trabajar con esfuerzo, lealtad y dedicación, no ha recibido eficientemente la atención de sus necesidades básicas, como alimentación, salud, educación y vivienda.
Esas deficiencias del Estado han sido continuas y se han visto agravadas en los últimos años por el crecimiento galopante de la corrupción y, por supuesto, por la instalación de una monstruosa inseguridad acicateada por las actividades del crimen organizado, como el narcotráfico, la minería ilegal, las extorsiones y muchas más.
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Tantas han sido las experiencias amargas de la ciudadanía, que se había podido sentir y se siente todavía un clamor casi general por la paz, la seguridad y la productividad laboral. Ese clamor ha sido acogido por el gobernante que llamó a consulta, para que sea el pueblo soberano el que decida romper esas cadenas de opresión. Y, de manera inexplicable, ese pueblo se ha denegado la posibilidad de salir del hoyo en el que está sumergido.
Por un lado, hay que admitir que la mayoría no entendió que esta elección no era para decidir entre candidatos sino entre condiciones de vida. Entre la seguridad y el peligro constante; entre la honestidad y la desvergüenza de los protagonistas farsantes de una politiquería que agrede la conciencia social; entre la impunidad de los delincuentes y el derecho de un pueblo trabajador; entre el desarrollo y el estancamiento de nuestros hijos; entre la paz y la osadía de los corruptos.
No entendió y malogró la oportunidad de cambiar la pobreza por la prosperidad; el sometimiento y el miedo por la libertad de trabajo sin vulnerabilidad; escogió el acecho de la muerte y despreció la bonanza de la vida.
Pero, ciñéndonos al pragmatismo necesario, también hay que reconocer que nuestros jóvenes ejercen su derecho al sufragio bajo una estela de anorexia cívica que los convierte en fáciles presas de los engaños y en esas condiciones votan por cualquier alternativa, porque lo importante es cumplir con la obligación que los libere de la sanción pecuniaria. En cambio, los adultos que supuestamente tienen otros elementos para el juicio electoral, viven arrastrando el resentimiento que les ha provocado las deficiencias del Estado, en aspectos de sus necesidades básicas, entonces, ejercen el sufragio con un voto pasional y no racional.
Lo más triste es el reflejo que contiene el resultado, configurando una negativa consciente o inconsciente, ante la posibilidad de mejorar.
Ese porcentaje indica el nivel de postración ideológica que mueve una elección popular; nos anuncia hasta dónde está dañada la conciencia ciudadana que exige y reclama, pero no es coherente al momento de decidir.
Esa inhabilidad de juicio que ataca a la mayoría negativa es la misma para los que levantan hurras y los que musitan una pena; la diferencia está en la reacción de los beneficiados por el statu quo que nos somete, para unos con conciencia y para otros, sin ella. (O)
Enrique Vicente Álvarez Jara, licenciado en Ciencias Políticas, Guayaquil