Nunca lo conocí en persona. Andrés Fernández era, para mí, solo un nombre que circulaba entre pasillos de juzgados, cafés y conversaciones donde siempre aparecía la frase: “Ese man sí sabe pelear en audiencia”. Algunos lo querían mucho, otros lo detestaban, como suele pasar con quienes saben cómo ganar un caso.
Era abogado, comunicador y hasta bajista, aunque su banda solo tocara para sus buenos amigos. Dicen que era de esos tipos que no suelen rendirse fácilmente, ni siquiera cuando ya no quedaba mucho por hacer. Y fue precisamente eso lo que hizo el día que lo mataron: pelear. Dos cobardes le arrebataron la vida aquel 30 de agosto de 2023, hace ya casi dos años. Pero hasta en su última batalla dio guerra. Como siempre.
Yo, que no lo conocí, lo recordé hace poco por algo que me sacudió. Todo empezó con un mensaje en redes sociales: alguien compartió una foto suya, y sus familiares comentaban, aún con dolor, aún con cariño. Me vino a la memoria una escena extraña que viví con él… sin él.
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Casi un mes después de su muerte, me pidieron que tomara un caso que, me dijeron, era de los suyos. Algo pequeño: una acción de protección por una multa que no pasaba de dos salarios básicos. Su ayudante, ese chico que siempre estaba a su lado, me dijo que el cliente necesitaba quien conociera de temas constitucionales.
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Cuando me entregaron el expediente, lo revisé con calma. Todo parecía en orden. Era el viernes 22 de septiembre de 2023, a las 14:30, cuando entré a audiencia con los argumentos listos, con la estrategia armada. Pero entonces pasó algo que aún no logro explicar del todo.
Una hoja suelta cayó del expediente mientras hablaba. La tomé. Era su letra. Sus apuntes. Los de Andrés. Los que había preparado para esa audiencia. Se me fue la respiración. Sentí el piso desvanecerse. Me quedé congelado, y los jueces pensaron que se me había caído el internet. Lo que se me cayó fue el alma. Pero me recompuse. Terminé mi intervención con lo que tenía. Luego, en la réplica, usé lo que él había escrito. Su pensamiento. Sus argumentos. Su última estocada. Ganamos. Y no lo digo con falsa modestia: ganamos. Andrés y yo. Uno en este mundo. El otro, quién sabe dónde. Pero juntos.
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Ganar un juicio desde el más allá debe ser una de las hazañas más grandes que puede lograr un abogado. Y aunque nunca crucé palabras con él, ese día sentí que compartimos algo sagrado.
Lo único que le pido a la vida, o a lo que venga después, es que, cuando mi hora llegue, me permita hacer lo mismo: ganar un caso incluso después de haber partido. (O)
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Ramiro Gabriel Ramírez Jaramillo, abogado, Machala