Me encuentro en el santísimo de la iglesia San Alberto Magno. Existe un ambiente de absoluto recogimiento, paz y silencio, alterado de vez en cuando por el tosido de alguna de las personas presentes en el lugar. El sitio se presta para pensar, para meditar, para orar.
El tumbado se me asemeja a la de alguna mezquita, pero muy elegantemente sobria.
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El altar tiene una mezcla de madera, color oro y color plata. Imagino que si retrocediéramos 400 años y en Europa, eso no sería solo color, pero dada la situación geográfica y la delincuencia, se trata de simular estos metales como símbolo de poder y grandeza.
Porque para los cristianos, Cristo es poder y grandeza, ¿imaginamos un altar exclusivamente con madera mal tallada, sin pintar, y una que otra piedra de río colocada aquí y allá como adorno?; eso sería decepcionante para los creyentes, convencidos del dicho “cómo te vistes, te tratan” y preocupados más del parecer que del ser.
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El cuerpo entra en un estado de relajación, mientras observo a los fieles, unos con el rosario en la mano, entrecerrando los ojos y murmurando oraciones; otros de rodillas con las manos juntas observando la cruz, mientras que otros inclinan la cabeza.
Al salir la gran mayoría lo hace caminando hacia atrás, sin atreverse a darle la espalda al altar; me da aprehensión que en algún momento alguien pierda el equilibrio y se caiga. Al entrar o salir algunos se arrodillan y agachan como los musulmanes para sus oraciones. Es conmovedor observar tanta fe, tanta convicción, tanta devoción.
Ya en este punto quiero conversar con Dios, quiero entablar una conversación con Él, contarle mi día a día, mis vicisitudes, mis sentimientos, mis dudas; sencillamente ponerlo al día de las cosas rutinarias de uno y me ayude a aclarar mis pensamientos.
Pero es inevitable no terminar sin pedirle favores, sin pedirle cosas, viviendo y observando muchas necesidades, muchos sufrimientos, mucha maldad. Pedir ayuda para esa persona sin trabajo, cuya consecuencia es la tristeza, depresión y desesperación. Pedir iluminación y humildad para esa persona que ha creído alcanzar el firmamento y cuya soberbia le ha llevado a creerse ser dueño de la verdad. Pedir fortaleza, un verdadero abrazo suyo para aquella persona que perdió a su ser querido en la violencia. Pedir su inmediata actuación divina contra todos aquellos que están envenenando a los niños y jóvenes, destruyendo su futuro y el de otros, todo por la codicia. Pedirle que nos haga más humildes, castos, generosos, pacientes, agradecidos, diligentes y frugales.
Sin embargo, debemos entender y tener confianza en su decisión de libre albedrío, y que somos nosotros, sí, nosotros los humanos, los que deberemos mejorar nuestras actitudes y conducirnos hacia el virtuosismo. (O)
David Ricaurte Vélez, ingeniero mecánico, Daule