En los últimos años, la inteligencia artificial (IA) se ha convertido en una herramienta poderosa: procesa grandes volúmenes de datos, responde en segundos y optimiza tareas que antes nos tomaban horas. Sin embargo, frente a toda su rapidez y precisión, hay un terreno donde no puede competir: el de la inteligencia emocional (IE) y el pensamiento humano.

La IA funciona como un espejo de la información que ya existe; su valor está en repetir patrones y encontrar respuestas preconfiguradas. En cambio, la mente humana está hecha de matices: siente, duda, prueba, se equivoca y vuelve a empezar. Ese proceso de prueba y error no es un defecto, sino una de las formas más poderosas de aprendizaje y creación.

La inteligencia artificial puede sugerir la respuesta “correcta”, pero no entiende lo que significa equivocarse, levantarse después de un tropiezo ni transformar la experiencia en sabiduría. El ser humano, con su capacidad de empatía, intuición y conexión, sigue siendo insustituible e irremplazable a la hora de crear soluciones verdaderamente significativas dentro de nuestra sociedad.

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En otras palabras: la inteligencia artificial organiza información, pero es la inteligencia emocional la que le da propósito, dirección y sentido. Un texto, una idea o un proyecto robotizado puede ser eficiente, pero solo cuando pasa por la sensibilidad y la visión humana logra inspirar, transformar y trascender.

Entonces, si a la inteligencia artificial se perfecciona con cada actualización, ¿qué podríamos lograr nosotros si aprendiéramos a valorar más nuestras emociones, creatividad y la belleza de equivocarnos en el camino? (O)

Paula Pettinelli Gallardo, Guayaquil