El verdadero amor nunca termina porque nace, vive y se inmortaliza en el alma; es algo propio y eterno. Cuando tiene contacto con lo externo no es amor: es interés, deseo o satisfacción. Siempre me gustaron los amores clásicos de Romeo y Julieta, que se engendró en los sueños espirituales de Shakespeare, lo mismo que María de Jorge Isaacs, donde Jorge amó tanto a María que la idealizó y la inmortalizó aun sin poseerla.
Hay un viejo poema que siempre me gustó en mi juventud de William Butler Yeats. Yo aún no nacía cuando este caballero irlandés lo escribió, y dice: “Cuando seas viejo y canoso y el sueño se apodere de ti y des cabezazos al lado del fuego, coge este libro y lee lentamente y sueña con la tierna mirada que alguna vez tuvieron tus ojos”.
El amor es algo espontáneo. Es un flechazo, un impacto. Es algo mutuo. Hablando en material, es una química, es el hidrógeno con el oxígeno para hacer el agua en una unión eterna, es la célula y los genes, son los metales y los átomos, son los tejidos y las células. Nadie los puede separar.
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Todo el mundo tiene miedo a envejecer y se inventa de todo para aparecer jóvenes y relucientes tratando de rejuvenecer la escafandra, que algún día tendrá que desaparecer sin entender que lo verdaderamente eterno es el alma, el espíritu, de dónde venimos y hacia dónde irremediablemente tenemos que ir y con ello se irá nuestro amor.
El amor es como la brisa del mar: si vas a ella y la buscas, te acariciará eternamente. Es como el sueño: cuando te coge, te arrulla y te lleva a volar por los lugares más sagrados y mágicos. Como la noche, que hace posible las estrellas, que no se cansan de brillar. Como el beso, que hace posible el despertar de las más bellas manifestaciones del alma, y el abrazo, que hace posible que dos corazones palpiten como dos pajaritos haciéndose el amor con sus picos. (O)
Hugo Alexander Cajas Salvatierra, médico y comunicador social, Milagro