En un país pequeño pero rodeado de montañas, valles, ríos y mar vivía una comunidad diversa: algunos pintaban sus casas de azul, otros de amarillo, otros de violeta, otros de naranja, otros de rojo, otros de verde y algunos preferían dejarlas sin color. Cada grupo tenía sus ideas sobre cómo mejorar el país y, aunque discutían con pasión, todos compartían el mismo aire, el mismo sol, la misma tierra y el mismo cielo.

Un día se eligió un nuevo presidente. No era del color favorito de muchos y eso generó desconfianza. Algunos empezaron a decir: “Ojalá fracase, así aprenderán”. Pero entre ellos un anciano llamado Luis, que había vivido guerras y reconstrucciones, pidió la palabra en la plaza.

–Cuando el capitán toma el timón del barco –dijo–, no importa si lleva camisa azul o roja. Si el barco se hunde, nos hundimos todos. Y si navega bien, llegamos todos a puerto. Desearle el mal al capitán es como hacerle agujeros al barco desde adentro.

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La gente guardó silencio. Luis continuó:

–No se trata de renunciar a nuestras ideas. Se trata de recordar que el país no es un partido, es una casa común. Podemos vigilar, exigir, proponer, pero también debemos desear que al presidente le vaya bien en lo que beneficie a todos. Porque si el barco se hunde, no preguntará de qué color era tu casa.

Desde ese día, cada vez que alguien hablaba con rabia, otro le recordaba: “Construyamos y mejoremos el barco, no lo incendiemos”.

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Entendamos que nuestro país es una casa común, cada palabra que construye será un ladrillo; cada ataque, una grieta. Elijamos ser arquitectos del futuro, no demoledores del presente sin mañana.

Recordemos esta frase que dijo el personaje de Tyrion Lannister en la serie Game of Thrones: “¿Y después qué? ¿Cómo gobernarás? ¿Romperás la rueda con fuego y sangre para gobernar un reino de cenizas?”. (O)

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Jimmy Javier Freire Jiménez, psicólogo, Guayaquil