Hace 15 años llegó a mi hogar un cachorro gordito, un labrador hermoso de pelaje tupido totalmente negro, con grandes patas y con una energía e inteligencia admirable; inmediatamente hubo dependencia automática entre él y yo, enseguida me distinguió como su amo y yo como mi fiel compañero. Lo llamé Sombra.

Amante del mar –gran nadador–, el frisbee, la pelota y de caminatas conmigo por la playa. El escuchar la palabra Salinas provocaba en él una explosión de alegría y no se permitía separarse de mí hasta estar seguro de su viaje. Amigo de mis amigos, conocido por todo el vecindario, enamorador empedernido, tantas noches de sufrimiento me hizo tener por sus escapadas clandestinas. Por mi trabajo tuve que irme a Quito y quedó al cuidado de mi madre, ¡cómo nos extrañábamos! Luego volví a Guayaquil, enseguida regresó a mí, seguimos juntos ,y más anécdotas. Le gustaba la música, bailaba conmigo. Un amigo me dijo alguna vez, “a Sombra solo le falta hablar”. Los perros tienen algo más efectivo para comunicarse que es el amor y la fidelidad incondicional, yo entendía lo que me decía con su mirada y comprendía mis palabras. Pero el tiempo es implacable. Sombra envejeció, comenzó a tener las típicas enfermedades de la tercera edad canina, sordera, cataratas, alzhéimer, osteoporosis, perdió parte de su dentadura, su energía disminuyó, pero nunca disminuyó el amor hacia mí. El 13 de mayo de 2021 mi Sombra murió. El desenlace fatal, días previos, con su mirada me lo decía porque el cáncer lo estaba haciendo sufrir demasiado. Lloramos, mis padres, esposa, hijos. Murió un miembro de mi hogar, un fiel compañero. Lo enterré cerca de mi casa de cara al oriente para que la luz me siga alumbrando su recuerdo. (O)

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Carlos Efraín Vásquez Hidalgo, abogado, Guayaquil