Tengo un secreto que me avergüenza, pero quizá compartirlo me consuele. Los ecuatorianos conocemos ese momento terrible cuando planificamos un viaje y no nos queda más remedio que empezar “los trámites”. Abrimos entonces un cajón (o hacemos filas de mil horas) y sacamos… los pasaportes. Si su etimología no miente, el pasaporte promete libertad de movimiento: permiso para entrar a puertos lejanos, para pasar las puertas que solían custodiar las grandes ciudades. Pero así como existen pasaportes que efectivamente abren puertas (Alemania, Dinamarca, Suecia...), hay otros a los cuales llamar “pasaportes” parece una broma cruel (Bangladesh, Eritrea, Somalia, Yemen…). Examino los pasaportes de mi familia y me resigno a hojear el mío con una mezcla de amor y desamor, mientras desfilan por mi mente las humillantes y angustiantes visitas a consulados y oficinas de Extranjería. Pero sonrío, en secreto y con tristeza, al ver los pasaportes alemanes de mis hijas, y me digo que quizá sean los mejores regalos que les haya podido dar…

Alguien debió habernos calumniado, dicho de nosotros, los ecuatorianos, que cometimos un delito (del cual no tenemos consciencia) y en consecuencia estamos condenados a andar por el mundo siempre pidiendo permiso para entrar, permiso para pasar, permiso, “permisito” para viajar. Alguien le echaría una maldición a ese pasaporte de color rojo vino que visto de lejos casi podría pasar por pasaporte alemán, pero ay, cuando en la frontera los ojos inquisidores de la Policía Migratoria descubren el primer error: “Comunidad Andina”, seguido del horror: “Ecuador”. El broche de oro para culminar la carrera de tormentos: formularios, estados de cuenta, certificados, papeles, más papeles, explicaciones, más explicaciones a las que sigue la aterradora espera del veredicto.

Algo debió haber salido mal en este mundo, muy mal, porque mientras unos pasean por donde quieren y cuando quieren, sin pedir permiso a nadie, a otros les interrogan con recelo exagerando las exigencias para el viaje: ¿o sea que quiere ir a Alemania solo para visitar la tumba de Bach y asistir a un concierto? (razones más que suficientes), ¿y dice que solo tiene dos mil euros para quince días? (basta y sobra). Y mientras tanto de este lado del charco veo alemanes con sueldos bajos, o estudiantes con ahorros mínimos que agarran una mochila y se van a conocer el mundo, a explorar los países de sus sueños sin darle explicaciones a nadie, arreglándoselas como pueden: hostales baratos, amigos generosos, trabajillos de ocasión, para ver con sus propios ojos las montañas andinas que les dejan sin aliento, para escuchar con sus propios oídos la música del Caribe que les calienta la sangre, para acariciar con sus propias manos rocas llenas de historia y arena de desiertos eternos, para llenarse la boca de comidas que saben a felicidad. Regresan a casa cargados de fotos y plantas (semillas para intentar recrear el paraíso en sus departamentos), jurando amor eterno por esas gentes “pobres pero felices”, y por el resto de sus vidas bailan solos y ebrios de erotismo cumbias, salsas, sones y bachatas, y si escuchan a alguien hablando español por la calle le persiguen para decirle qué hermosa tierra, señora mía, qué hermosas tierras son esas donde la gente habla como usted…

Hermosas tierras llenas de flores y de frutas a las que reciben en Europa como a verdaderas reinas. Tierras de música que no necesita visado para cruzar las fronteras. Algo debió haber salido mal en este mundo, muy mal para que aquí en Alemania devoremos plátanos y piñas y mangos a precio de huevo, mientras la gente que sembró esos mismos plátanos y piñas y mangos no pueda venir ni de visita.

Cada vez escucho más historias de gente en Ecuador que quería venir a Alemania como turista, a pasear, a visitar amigos o familiares, a curiosear en alguna feria o invitado a un evento cultural, y a quien sin una justificación válida el Consulado de Alemania le ha negado el visado. Son historias que a mí me quitan el sueño, me oprimen el pecho hasta sentir que no puedo respirar de tanta soledad. Me digo qué diablos hago yo acá en un país donde todos pueden ir a todas partes, hasta los más muertos de hambre vuelan a asolearse a las islas Canarias, y la clase media ha estado mínimo en Tailandia y Australia, mientras que a la gente de mi país, gente que se ha sacado el aire trabajando para ahorrar para un viaje, y cuyo único pecado es querer venir a probar las salchichas y cervezas de Alemania, a mi gente, a mis compañeros de destino, de origen, de maldito pasaporte, les niegan el permiso, les cierran la puerta, les prohíben venir acá donde yo estoy. Me indigna. Me enfurece tanto que hasta las metáforas se me queman. Y no encuentro poesía para hablar de esta injusticia. (O)