Hace algunos años trabajé para Ecuavisa un documental, cuyo título fue Del campo a la ciudad. Seguimos a una familia desde que llegaron a Guayaquil y se instalaron a orillas del estero Salado, donde construyeron con cañas y palos un lugar para vivir. Estuvimos en el desalojo, era ilegal y peligroso que permanecieran allí, no eran los únicos que se arriesgaban porque no tenían a dónde ir. El documental registró el desalojo en el cual se mezclaban el ruido del tractor, el llanto de los niños, los gritos de quienes trataban de defender sus escasas pertenencias y los sonidos que emitían los perros, los chanchos y las gallinas que, como en el campo, los acompañaban. Buscaron otro lugar, lo encontraron en la cima del cerro de Mapasingue, allí volvieron a utilizar cañas, palos y cartón. Cuando los visitamos días más tarde, la señora nos hizo pasar. Dentro había una tarima donde dormían, un radio prendido, un cajón que hacía las veces de fogón, una olla, un tanque en el que casi no había agua. El dueño de casa no estaba, había ido a su primer día de trabajo como albañil, oficio del que no tenía experiencia pero “en algo hay que trabajar, cuando se consigue”, dijo cuando pudimos conversar con él. Su experiencia quedó atrás, él sabía trabajar el campo, alimentar la tierra, hacerla producir, cosechar los frutos, lo decía con nostalgia. Le pregunté por qué vinieron, la respuesta fue inmediata: Aquí, si mi hija se enferma puedo bajar con ella en brazos hasta la carretera y alguien me llevará a un hospital. Llegaron con la esperanza a cuestas y su sentido de solidaridad, con sus vecinos.
La ciudad ha cambiado mucho, Mapasingue no es lo que era entonces, pero el campo de donde vinieron mayoritariamente quienes lo habitan progresa muy muy lentamente y sus habitantes siguen buscando la ciudad grande para construir un futuro para sus hijos, aunque no siempre lo logran y siguen llegando; los expulsa de su tierra la falta de atención a la salud, la calidad de la escuela, el pago inadecuado que reciben por sus productos, la dificultad para sacarlos de la parcela, la falta de dinero para tecnificar el suelo, la angustia por el porvenir de sus hijos y la desesperanza.
Sin embargo, es su trabajo en el campo el que permite que lleguen a nuestras mesas la menestra, el locro, el bolón, el arroz, los chifles. Es su trabajo el que permite que exportemos cacao, banano, café, pitahaya, mangos y otros productos de los cuales nos enorgullecemos. La pregunta es: ¿como país estamos haciendo lo suficiente para que se incorporen a la vida contemporánea con todas sus ofertas y recursos, sin abandonar su tierra?
Lo aprendemos, lo repetimos y hasta lo creemos: el Ecuador es un país agrícola, lo dicen todos los políticos, pero si no se concibe su desarrollo a partir del desarrollo humano de quienes trabajan en el agro, pronto dejaremos de serlo y en las ciudades seguirán creciendo las invasiones; y a quienes dejan el campo buscando mejores condiciones de vida y no siempre las encuentran, no sería extraño que se les amodorre la esperanza. (O)