El velatorio se nota diferente, el ambiente menos tenso. En el espacio donde supuestamente se ubica un féretro solo se ve un cofrecito puesto sobre una mesa. Nadie se acerca como se suele hacer para observar la última expresión del difunto: “Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris”. La fórmula litúrgica no es exacta pues no somos polvo ni volveremos a ser cenizas. En el momento de la cremación se esfuma nuestra envoltura a una temperatura que llega a los mil grados centígrados. El centro de la tierra es de seis mil. Quedarán nomás nuestros huesos eventualmente triturados.

En realidad pienso que, sin darnos cuenta, nos vamos consumiendo a lo largo de nuestra vida, convertimos en ceguera aquel éxtasis individual, no nos indigestan las migajas que proporciona la humana ambición, de pronto vemos bajar a la tierra a quienes nos rodean, a quienes amamos, a quienes creíamos inmortales, volvemos a los quehaceres, postergamos las preguntas, convertimos la existencia en asunto puramente doméstico. Son tantas las miserias: sentir hambre para el cuerpo o el alma, no conseguir libertades sociales, tener miedo de ser aquel que se es, no ser más que rico, creernos imperecederos. Como boxeadores golpeados mantenemos la esperanza de que suene la campana, que exista un árbitro. Vivimos a plazo con tal delirio que nos cuesta despertar cuando llega la fecha del vencimiento: “No llores sobre los muertos: solo son jaulas de las que se fueron las aves”, dice el poeta Saadi. Después de todo somos, apenas por unos días, contemporáneos de las rosas. Una vez que nos marchamos para siempre nuestras mal llamadas cenizas pesan entre dos y tres kilos. Es tiempo entonces de evocar la insoportable levedad del ser, de la cual recuerdo su pesimista filosofía: “El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores”.

A última hora recordaré la sencilla explicación que me dio El Principito: “Tú comprendes, no puedo llevarme este cuerpo, es demasiado pesado”. Inevitable es el remate que Quino puso en su blog: “Se debería empezar muriendo y así ese trauma quedaría superado, luego abandonar este mundo en un orgasmo”. Me consuela poder enfocar con alegría el mundo en el que vivimos todos, aquellas insignificancias que nos trastornan. En pintura se llama naturaleza muerta la obra que representa flores, frutas, comidas, pipas y otros objetos, es la exaltación de una vida tranquila.

Solo nos puede salvar el sentido del humor. Todos nosotros, como las latas de conserva en el supermercado, tenemos fecha de expiración, por gusto nos llenamos de tanta soberbia. En medio de nuestra duda o indecisión todo se reduce al ser o no ser. La vida se acaba solo cuando dejamos de vivir, no tenemos por qué adelantarnos. Beethoven tuvo esta última frase: “Oiré en el cielo”. Y aunque no pudiéramos oír, ver, escuchar, probar, sentir, oler, tocar, nunca debemos tenerles miedo al silencio y al sueño aunque fueran eternos.

(O)