No lo diré porque aún sin saber su apellido es posible que ciertas personas pudieran identificarla. Entre mis lectores muchos comentan una de mis columnas, otros tantos mantienen una correspondencia casi constante, se identifican con lo que escribo o discrepan con virulencia. Son casi veinte años que voy entregando pensamientos en este espacio, recibí miles de correos de gente muy distinta, sacerdotes como Pepe Gómez Izquierdo, Fernando Amores, Ignacio Ruedas, Federico Gagliardo; pastores evangelistas, pentecostales, unos queriendo convertirme a sus creencias, otros amenazándome con castigos divinos. Recibí correos de prostitutas, lo que me impulsó a dar charlas en sus instituciones; también de presos, pues laboré largo tiempo en la cárcel de mujeres y de varones, recuerdo una misiva emotiva de Pancho Jaime, nuestro Charlie Hebdo, otra de Juan Cuvi a quien intenté ayudar cuando lo maltrataron a él y sus compañeros de Alfaro Vive Carajo, por esta carta recibí amenazas de castigos y de muerte. Me llegaron cartas hermosas de monseñor Alberto Luna Tobar, de René Maugé, de Jaime Hurtado. Aprendí algo de todos ellos, mas me llegó hace cuatro días una carta a la que no sé qué contestar. Aquella lectora de muchos años tiene un cáncer en fase terminal, rehusó que le hicieran quimioterapia, radioterapia, sabe que al descartar estos procedimientos se condena a una muerte que puede ser muy cercana. Entonces me lanza esta pregunta: “¿Cree usted, Bernard, que exista una forma de aprender a morir?”. La señora no tiene ningún credo, no posee ninguna creencia religiosa, no cree en la resurrección ni en otra vida.

Desde el nacer empezamos a morir, es una cuenta regresiva inevitable. No tantos llegan a cumplir cien años, muchos mueren antes de alcanzar los ochenta, yo me encuentro en el trampolín final. Aprender a morir es vivir cada instante sin pensar en límites, recordar que no seremos testigos de lo que haya de ocurrir después de nuestro óbito, tampoco podremos saber lo que murmurarán cuando ya no estemos. El lujo o la modestia de la ceremonia final no contará con nuestra presencia sino con el inicio de nuestra ausencia. Escogeremos la descomposición de nuestra envoltura o la higiénica cremación de nuestros restos. “No tengo miedo a la muerte, pero no tengo prisa por morir, tengo mucho que hacer primero”, dijo Stephen Hawking sin amargura, con serenidad, a pesar de todos los problemas de salud que lo dejaron casi totalmente paralizado.

Entonces sigamos escuchando la Novena sinfonía de Beethoven, la voz de Pavarotti, la de Elvis Presley, escanciemos una botella de nuestro vino predilecto, entreguémonos a un amor de primavera, de verano, de otoño o de invierno, empecemos a deshacernos de todo lo inútil, lo superfluo, demos a cada ser, a cada objeto, su valor real, coleccionemos recuerdos gratos, desechando los amargos, perdonemos a quienes nos despreciaron, borremos la pizarra, hemos cumplido con la parte que nos tocaba, evitemos juzgar pues solo deberían importar los errores que cometimos, los daños que hemos causado, quizás las infidelidades a una persona o a una causa. Asumamos nuestra forma de despedirnos. Morir es parte del savoir vivre. (O)