Independientemente del resultado de las elecciones del próximo 2 de abril, ya tenemos al gran perdedor: el pueblo ecuatoriano. Desde hace décadas, los ecuatorianos venimos perdiendo mitos nacionales insostenibles, ilusiones baratas y batallas que nunca peleamos realmente. Una colección de pérdidas no asumidas y más bien desmentidas por la retórica perversa que los políticos imponen a los electores:
La seudobatalla contra la corrupción: Imperceptiblemente, hemos aceptado la corrupción como un componente inevitable de nuestra idiosincrasia y folclore político. Ya no nos asombra, y acuñamos aforismos para justificarla: “Que roben, pero al menos que hagan obra”. Ignorantes de que roban cuando “hacen obra”. Ningún gobierno ha combatido seriamente la corrupción, a lo sumo realiza algún gesto aislado contra algún chivo expiatorio, repite eslóganes mentirosos y crea una secretaría dizque para combatirla. Estamos resignados a la corrupción como el vínculo entre los ecuatorianos y el poder y no nos importa pagar por ello.
La burbuja ecuatoriana: Ya se pinchó, solo que no queremos saberlo. La gran ilusión en la que vivíamos: un país privilegiado por la naturaleza y bendecido por Dios como cantaba Jorge Ben. La isla de paz, en medio de la violencia de los países vecinos. Por nuestra bonita cara y sin ningún esfuerzo por merecerlo o conservarlo. No somos tan hospitalarios como creemos, ni tan trabajadores como presumimos. Votamos por el subsidio fácil y la oferta demagógica. Nos malacostumbramos al hiperconsumo que sobrepasa nuestra productividad primaria atrofiada. Nos espanta el fantasma de la “venezolización”, pero hacia allá vamos.
El proyecto nacional: No lo tenemos. Vivimos el día a día de la lógica de la contingencia sin previsión ni planificación. No sabemos lo que queremos y no podemos acordar nada más trascendente que nuestra unánime aspiración de llegar al próximo Mundial de Fútbol. Tenemos el discurso de los cuidadores informales de carros: “Lo que el poder quiera dar según su mala conciencia”. Somos un país dividido y lo seremos más después de las próximas elecciones. Necesitaríamos una guerra imposible con algún vecino o una catástrofe bíblica para funcionar como un solo país.
Ciudadanía y cultura política: No existe una revolución ciudadana porque no hay ciudadanos. Solamente hay público para la propaganda, mirones para las exhibiciones del poder y votantes para los sufragios. No hay ciudadanos conscientes, suficientemente informados y responsables de sus derechos y obligaciones, porque carecemos de cultura institucional y política. Confundimos institucionalización con inflación burocrática e institución con edificio o funcionario. Aquí, cada funcionario se cree “la institución” empezando por el presidente de la República. Consumimos propaganda como si fuera “información”. Somos una sociedad autocolonial de amos y esclavos, y nuestra vida política lo prueba.
Lucha contra la pobreza: Los “pobres” son el gran mercado de la demagogia y la disputada carne de sufragio. Conviene a los candidatos y sobre todo al populismo que siempre haya suficientes “pobres”, porque son los electores dirimentes. No les conviene que exista una clase media mayoritaria, fuerte, reflexiva, cuestionadora y crítica, porque entonces no funcionaría la siempre redituable estrategia del “pobres contra ricos”. Nuevos ricos, muchísimos pobres y una burguesía narcotizada y apoltronada en su precaria comodidad e insolidaridad, a menos que haya un terremoto.(O)