Depende. Sirve para todo o para nada; para cualquier cosa o para algo específico; para excluir personas o para incluirlas; para ayudar o para engañar, etcétera. Todo depende de aquello que se presenta como “psicología”, de lo que le interesa al supuesto psicólogo, y de a quién sirve el practicante de la psicología (suponiendo que se plantea estas preguntas éticas). Después de una historia que se remonta a las culturas clásicas, o a la Edad Media, o al siglo XIX, según como se la vea, la psicología aún no ha logrado afirmarse como una verdadera ciencia: con leyes universales, método propio y objeto único y bien definido. En el presente, muchos psicólogos (pero no todos) buscan en las neurociencias el fundamento de aquello que validaría su práctica como científica. Ello explica la existencia y la persistencia de diversas escuelas, teorías y modelos en una disciplina que se ajusta más bien a lo que se define como una “práctica”, en el buen sentido epistemológico del término.

Entonces, bien podríamos hablar de “las psicologías” como el conjunto de los diversos saberes que pretenden explicar diferentes fenómenos relacionados con las decisiones, la afectividad, el comportamiento, el pensamiento, los vínculos y el lenguaje de los seres hablantes, y de otras especies, en algunos casos. Ello explica el relativo galimatías que ha existido en la formación y en la titulación de los psicólogos ecuatorianos, y el caos que ha imperado en las diferentes escuelas, facultades o carreras de nuestras universidades. Así, en una época la Facultad de Psicología de la Universidad Central del Ecuador titulaba “doctores” a sus graduados, mientras que la Escuela de la Universidad Católica de Quito los graduaba como “licenciados”. Apantallados, como hasta hoy vivimos los ecuatorianos, por las apariencias y el relumbrón de la titulomanía y la diplomacracia, ello servía para que algunos “doctores” reclamaran superioridad sobre los “licenciados” en las instituciones de salud. Pero, lo más grave: el collage de la psicología ecuatoriana ha impedido que estos profesionales puedan constituir cuerpos colegiados con presencia nacional y con la capacidad de regular sus propias prácticas.

Afortunadamente, y a pesar de sus fallas, las actuales autoridades universitarias ecuatorianas intentan establecer alguna lógica en la formación de los psicólogos. Una medida necesaria que debería asegurar una formación básica y general en el pregrado, y una formación especializada a nivel de maestrías y doctorados, que dé lugar a las diferentes prácticas clínicas reconocidas internacionalmente, y a otras como la organizacional, la forense, la jurídica y la educativa, entre tantas. Una formación de posgrado que no excluya al psicoanálisis, aunque este no sea –en sí mismo– una psicología. Una formación que garantice a la sociedad ecuatoriana que no se le ofrecerá, en el nombre de la “psicología”, ninguna práctica de charlatanes, brujos y adivinos. Una formación que consolide la especificidad de la clínica de los psicólogos, en lugar de mantenerlos como “paramédicos” o como profesionales de la salud “clase B”. Una formación que obligue a los psicólogos a interrogarse si están sirviendo a determinado poder político, empresarial o económico en su ejercicio, y si están trabajando para su paciente o para otros. Una formación que les cuestione acerca de su consecuencia con su propio deseo. (O)