Siento una extrema atracción por los cristos mutilados. A contravía de los gustos surgidos/aprendidos dentro de patrones usuales: cristos íntegros, próximos a la perfección, bellos, de heridas superables, capaces de transitar hacia su creador.

En cambio, los cristos mutilados, a través de su forma incompleta –en general sin brazos, sin piernas– me muestran una forma diferente de completitud, la de su historia. En cada cristo mutilado se puede comprender una forma del origen social del dolor, y de la inequidad. Pareciera que sus carencias están relacionadas con poderes que han coartado en ellos la posibilidad de caminar, de construir, de luchar. Es decir, son cristos vivos, con recorrido en la vida.

Pero, también, luego de mucho ver a mis cristos mutilados (enfatizo en una forma de apropiación, quizás más allá de la mundana forma de propiedad), he construido una forma de belleza para mí. ¿En qué consiste? Escribir este artículo me obliga a verbalizar sensaciones. y permitirme compartirlas. Sin destino ni propósito. Peor aún utilidad.

Tengo cristos mutilados de varias regiones y periodos del país y de otros lugares. No pretendo hacer una colección, pues explícitamente evito la usurpación valórica y sicológica de la figura. Seguramente por allí hay algunas carencias, una culpa o varias necesidades. Qué le voy a hacer. Seguramente pesaron cuando empecé a fijarme en ellos. Ahora no siento ese peso.

Como sabemos, la construcción de la belleza es social. Pero también profundamente personal. Es la sinergia de varios factores genéticos, culturales, personales, y qué sé yo, expectativas, raíces identitarias.

El mejor atributo de un ser completo son las relaciones que entablan con los otros. Hay quienes pensarán en la belleza por la integridad corporal. Para ellos, los cristos con extremidades, sin mutilaciones, la encarnan. Seguramente, los cristos mutilados son símbolos de fealdad. Las heridas mostrarían dolores de arrastre antes que posibilidades de sanación. Mientras que para otros, en los que me incluyo, desde la otra orilla, los cristos mutilados personifican finitud hacia fuera e infinitud histórica; muestran la vocación social y una suprema historicidad.

Sospecho que mi gusto por el/los cristo/s mutilado/s se afinca en el personaje histórico. Desde la dimensión opresiva del poder, Cristo –el sujeto real de la historia– fue un ladrón con liderazgo. Un liderazgo transgresor contra las exclusiones del poder, que fue calificado como un ladrón. Un ladrón que sustrajo los cerrojos de la hegemonía romana. Que debilitó a los resortes de la dominación desde el discurso.

La mutilación fue una/la respuesta de esas formas de poder opresivo. No me imagino a una persona corporalmente íntegra luego de haber sido enclavada en una cruz, asediada por lanzas y otras agresiones. Tampoco puedo concebir un discurso de ternuras bíblicas en un interpelante del poder sancionado. Su prédica debió ser áspera para que sea popular y transmisible. Debió atacar al corazón de la hegemonía opresiva. Como en política, lo debe hacer el discurso contra las formas de la antidemocracia.

En la historia estética se ha ido dando forma a las heridas, no a las mutilaciones. Estas se reducen a paso del tiempo, fragilidad iconográfica, imperfecciones. Mientras tanto, las heridas están incorporadas a la teología y desde allí a la institución oficial. Las mutilaciones pertenecen a la marginalidad. Más aún quisiera suponer que en la etiología –las causas– del poder están las heridas como antecedente de la perfección, mientras que las mutilaciones son parte germinal de la democracia.

Mucha especulación semiótica. Basta. Cuando se publiquen estas notas será Jueves Santo. Y no puedo dejar de recordar a Eduardo Rubianes, de quien recibí un curso de teodicea, la demostración racional de Dios. Estudiaba en el Filosofado San Gregorio, la única forma de estudiar filosofía pura en Ecuador. Fui compañero de militantes de varias opciones políticas que utilizábamos a esa incubadora de jesuitas sin pretender su resultado. Recuerdo al Filosofado como una gran escuela de pensamiento. De la que hasta ahora usufructo.

Cuando muchacho, en el colegio, intenté formar un grupo de teatro que pretendía escenificar una obra que escribí sobre la saeta. Esa bellísima poética con que el pueblo andaluz habla de igual a igual con su cristo –mejor el de los gitanos, pero también de toda la comunidad–, versificaciones con las que coquetean descaradamente –mal dicho– con rostro, a la luz del día o de la noche, a la Virgen, en especial a la guapa Macarena.

El grupo de teatro fracasó. Nunca pudo dar mejores premios dramatúrgicos que unas horas de práctica, sin clases de química. Pero hace un par de años el recuerdo se me cruzó desde la memoria y se instaló en las ganas. Y tomé un avión a Sevilla, para seguir y sentir una procesión, con signos tan fuertes de humanidad. No pude cantar una saeta ya que no solo se trata de deseos sino de capacidades. Y de respetar a la comunidad.

Entrada la noche, lo hice mediante interpuestos cantantes. A través de los vecinos durante la madrugada. Y vinculé además a las heridas institucionalizadas con el cercenamiento. Entendí que la estética va más allá del gusto –de mi gusto por los cristos mutilados- y consiste en la remoción de todas las estructuras de conocimiento y sensación. Para buscar sentidos cada vez más adentro de uno. Y no necesariamente en la forma externa de la infinitud.

Lo he confesado. Me siento lejano del cristo religioso. Pero muy cerca del cristo histórico. Cada vez más enfáticamente digo no a la infinitud de la grandeza. Y digo sí a la infinitud del significado. Hacia dentro.(O)

Como sabemos, la construcción de la belleza es social. Pero también profundamente personal. Es la sinergia de varios factores genéticos, culturales, personales, y qué sé yo, expectativas, raíces identitarias.