No veo nunca o casi nunca televisión, pues solo sintonizo los partidos de la selección nacional; en cambio, soy un lector compulsivo. Como vivo solo, en medio de cierto desorden, los libros se van apilando al pie de mi cama; leer para mí es tan importante como desarrollar actividades gastronómicas, catar vinos superlativos. Esta semana, en medio de tantas obras, mi mano alcanzó en el suelo un libro de contraportada roja escrito por un médico graduado en México, Daniel Barrezueta Narváez. Honré a este autor porque concentró en 179 páginas un compendio de sus emociones, experiencias, lecturas, pasiones, dudas. Tradujo magistralmente en versos libres, aunque pulidos musicalmente, poemas de Rimbaud, Edgar Poe, William Ernest Henley, Baudelaire, logró respetar los textos inventando rimas. Comparto con él aquella fruición que proporcionan los versos alejandrinos que fluyen como el aceite de un motor, sean de Víctor Hugo, Ronsard, Aragon o Eluard.

Comparto también aquella admiración por la veracidad luminosa de Bertrand Russel o de Epicuro, la duda absoluta frente a religiones o mitologías, vengan de donde vinieren. Barrezueta sabe que no se puede vivir sin destapar angustias, sin quedarnos suspendidos en el filo del abismo que significa el escepticismo. Con humildad acepta su propia mortalidad; una “savia esencial y convulsa” lo impulsa siempre hacia lo imprevisible, lo desconocido, sabe que la felicidad es un rompecabezas que vamos armando como sea, disfrutando fragmentos. Ciertamente, los peces no suspiran, el ruido del mar no les quita el sueño, viven entre burbujillas, muchos terminan en el asador, equivalente del infierno con el que nos amenazan ciertos dioses.

El amor aparece allí como prodigio inagotable, sublimación de lo cotidiano frente a un siglo duro en el que se repiten conflictos religiosos, degüellos, asesinatos, torturas que hayan sucedido en cuarteles o en monasterios, en nombre de una santa fe o de un ciego fanatismo. El libro de Barrezueta es como la caldera del diablo donde arden sueños, pues “no queda tiempo para frivolizar las nostalgias”. El autor visita cementerios, se encuentra con Chopin, Molière, Honoré de Balzac, Miguel Ángel Asturias; compartí aquella brutal presencia del pasado en el Camposanto del Père Lachaize en París. Albert Camus se quejaba de no encontrar a Dios ni en el estadio ni en el teatro, porque “en este planeta pasamos la vida endiosando a cualquiera”. Barrezueta no pretende dilucidar enigmas, se conforma con soñar o perderse entre galaxias, dedica por gusto un capítulo a Kant, Espinoza, Voltaire, Tomás de Aquino, Sartre, pues ni ellos ni nadie pudieron escudriñar los misterios del ser y del no ser, la nada de dónde venimos, adónde tenemos que volver, el país del siempre jamás. Al cerrar el libro recordé a Catulo, pensé que solo importaban el ahora, el instante, el momento, el relámpago, el flechazo de algún amor. “Vivamus, mea Lesbia, atque amemus rumoresque senum severiarum”, lo que me atrevería a traducir como “Vivamos y amémonos, Lesbia mía, pues nos importan un rábano los rumores de los viejos pendejos”. Bien me dijo Joan Manuel Serrat que las malas intenciones deben preocuparnos, no las llamadas malas palabras.

Los suspiros del pez: Daniel Barrezueta Narváez. (O)