A propósito del viaje pastoral del papa Francisco a México, me ha parecido importante recordar que allá muchas personas ofrendaron su vida por manifestar y vivir radicalmente su fe religiosa, particularmente en la tercera década del siglo XX.

Entre esos mártires destaca uno que es comparado con san Tarsicio quien, según la tradición, derramó su sangre en el siglo III de nuestra era, abrazado al Cuerpo de Cristo, custodiado tan férreamente que los paganos no lograron separar sus manos del lienzo en el que lo protegía, ni siquiera cuando ya había expirado.

Es Jesús Méndez Montoya, cuyo resumen biográfico, que adapto, puede leer en la entrega de zenit.org del 5 de febrero último.

Nació en Tarímbaro, Michoacán, México, en 1880, en una humilde familia que le transmitió piedad, sensibilidad y disposición para servir a los demás.

Habituado a rezar el rosario y a buscar el bien del prójimo, ingresó en el seminario a los 14 años y compaginó su formación con el trabajo para contribuir al sostenimiento familiar.

De frágil salud, mientras ejerció su sacerdocio fue trasladado a varios lugares, buscando climas favorables.

Los feligreses constataron su profundo amor a la eucaristía, suscitándoles mucha devoción. Gran confesor y catequista, visitaba a los que menos tenían para consolarles y asistirles en cuanto podía.

Actuó en el campo o en industrias diversas con labradores y operarios, quienes hallaban en él palabras de aliento. Fue un referente para todos. Su característica: ser servicial.

Puso en marcha diversas obras de acción social, como una caja de ahorros y una cooperativa, y aprovechó sus conocimientos musicales para impulsar un coro parroquial.

Por presiones de las fuerzas gubernamentales, hostiles a la fe, fue directamente afectado por la persecución. No se echó atrás y, como una de las notas comunes a todos los mártires es su celo apostólico, tuvo fidelidad absoluta a su vocación y con valentía prosiguió realizando su misión.

Modificó sus horarios. El alba le sorprendía oficiando la misa y administrando sacramentos. No varió la atención a sus fieles y los enfermos no percibieron el cerco que se había cernido sobre él porque seguía asistiéndoles.

Cuando le tocó el turno, su única prioridad fue proteger la sagrada eucaristía ocultando bajo sus prendas el copón. Descubierto, reveló su condición sacerdotal firmando así su sentencia de muerte. Sin que le temblara la voz, dijo: “A ustedes no les sirven las hostias consagradas, dénmelas”. Le concedieron unos instantes para orar y consumir parte de la eucaristía. La otra se llevaron sus acompañantes.

Después, perdonando a los soldados, en un callejón cercano lo mataron. La inicial falta de destreza del capitán lo hizo más penoso. Falló el tiro y los soldados no quisieron asesinarlo, de modo que aunque le encañonaron, los disparos silbaron por encima de su cabeza. El cabecilla le dio el disparo final, después de arrebatarle sus prendas.

Juan Pablo II lo beatificó en 1992 y lo canonizó en el 2000.

¿Lograremos, como este mártir, coherencia entre lo que profesamos y hacemos? ¿Cómo? ¿Sería tan amable en darme su opinión? (O)