Mientras preparaba una nota de condolencia para la familia de don Édgar Andrade Álvarez, quien fue un distinguido atleta y profesor de educación física y deportes, entre otras, de la séptima promoción de bachilleres del colegio San José La Salle, a la que pertenezco y acaba de celebrar 60 años de graduación, busqué un calificativo que lo definiera y encontré en mi memoria la palabra clave: bonhomía.

Está definida como afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento.

Sin dejar de ser firme, exigente y estimulador, nos condujo no solamente a la práctica de los positivos ejercicios de calistenia, sino también a las pistas y pruebas de atletismo, pues este era su pasión.

Me quedé pensando en mis demás profesores de secundaria y encontré que el común denominador de su mayoría fue precisamente esa virtud y como no quisiera decirlo tarde, nombro a un par de sobrevivientes: el hermano Francisco Solano, fsc, en el siglo Pablo Armijos, y el doctor en Jurisprudencia Ramiro Larrea Santos.

Más allá de las letras, los números y las líneas, las personas que se dedican a la enseñanza, quieran o no, transmiten su esencia, pues va implícita en sus palabras, gestos, acciones y omisiones, y quienes las oyen y ven las reciben e interpretan, cada uno, desde su circunstancia.

Es grave cosa estar expuesto a la mirada y crítica de decenas, centenares o miles de infantes, adolescentes y jóvenes que, por sus situaciones particulares, no siempre tienen la buena voluntad o la receptividad para aquilatar con justicia a sus docentes, a quienes ellos mismos suelen poner en circunstancias difíciles, por razones de conducta o aprovechamiento.

Pero la bonhomía no ha de ser solamente patrimonio de preceptores, sino que debería ser común a los seres humanos.

¡Ah! Si fuera una característica de todos los integrantes de los diversos grupos sociales.

No solamente de los que quieren ejercer sus plenos derechos, sino también de los que están obligados a atenderlos, respetarlos, garantizarlos y concederlos, si fuera procedente.

Ni exclusivamente quienes receptan solicitudes o demandas y deben tramitarlas o resolverlas, sino también los proponentes que esperan agilidad y justicia, con toda razón.

Procurar comunidades grandes o pequeñas en las que prevalezca la bonhomía suena a utopía; pero estimo procedente, al menos, plantearlo.

Deberíamos fomentarla comenzando con el esfuerzo de nuestro testimonio, en los entornos pequeños y cercanos, como la familia íntima o ampliada, los ambientes de trabajo o los grupos de amigos y vecinos, para que disminuya ese estrés negativo que produce fuertes contradicciones y fricciones.

Encontrarse con personas que irradian afabilidad, sencillez, bondad en el carácter y en el comportamiento, así como honradez, ¿acaso no nos brindaría paz, seguridad y confirmaría o restauraría nuestra fe y confianza en la humanidad?

¿Debemos practicar y promover la bonhomía en los ambientes que frecuentamos, aun esperando contra toda esperanza, como sugería dom Helder Cámara para las minorías abrahámicas que, con empeño, promovía?

¿Sería tan amable en darme su opinión? (O)