Guayaquil crece aún a un ritmo sorprendente. Sobrevolar la ciudad es quizás la manera más impactante de constatarlo. Desde el cielo, la ciudad se muestra tal como es: un megaorganismo que le gana terreno constantemente a la geografía colindante. Manglares, esteros y cerros han sido fagocitados por este fenómeno efervescente de comercio y cultura que llamamos “nuestra Casa Grande”.
En economía urbana, los síntomas por excelencia de una economía saludable son el incremento poblacional y el incremento del área construida. Si una ciudad ve reducida su tasa de crecimiento poblacional, o si se reduce la cuantía de sus construcciones y remodelaciones, se pueden diagnosticar deficiencias en su motor económico. Adicionalmente, hay que considerar que –en el ámbito constructivo– no solo debe verse “cuánto más” se construye, sino también “cómo”, en el sentido de la calidad de espacios construidos.
Quienes construyen a escala urbana deben estar conscientes de su responsabilidad en la generación de espacios saludables, atractivos y eficientes. Quizás ya sea tiempo de reflexionar –tanto en el sector privado como en el público– que no solamente basta con construir casas. Nuestra prosperidad económica y nuestra realización personal dependen en gran manera de contar con una “cancha” bien definida, que nos permita relacionarnos con nuestros semejantes, social, cultural y económicamente.
No importa hacia dónde se mire. Al sobrevolar Guayaquil vemos todo tipo de viviendas unifamiliares; desde las más ostentosas hasta las más precarias. Todas ellas tienen un factor en común: son de carácter unifamiliar. Pocos son los casos en los que los espacios residenciales se mezclan con otras actividades como el comercio y la recreación. Seguimos normas que se han demostrado caducas.
Quizás ya sea tiempo para que la empresa privada sea la que haga propuestas nuevas, en las que no solo se oferten casitas construidas por volumen, sino además la oportunidad de generar y convivir en algo indispensable para nuestro desarrollo como individuos: en una comunidad. Sin aquel sentido comunitario, las urbanizaciones son incapaces de convertirse en barrios; y la sumatoria de las rutinas unifamiliares no llega a compararse con la colectividad de vecinos que interactúan entre sí. Los proyectos comunitarios mantienen su atractivo por mucho más tiempo, permitiendo que sus propietarios originarios obtengan mejores ofertas por sus bienes, al momento de venderlos.
Los proyectos comunitarios tienen una característica única que los delata: sus habitantes “se apoderan” de las calles y de sus espacios públicos. La gente aún camina, trota, incluso anda en bicicleta. Salen a comer a un restaurante, o ver con quién se topan en un puesto de comida rápida. Las urbanizaciones que no cuajaron en barrio son todo lo contrario: casas amuralladas, indiferentes con lo que ocurra en la vía pública.
La ciudad ya está saturada de proyectos que se limitan a ofrecer casitas al granel. Mejor dejemos a un lado aquel cinismo, que solo puede ofrecer felicidad, mostrando familias sacadas de bancos de imágenes; y que habla de barrios ecológicos, luego de talar hectáreas de bosques. Los guayaquileños añoramos vivir en barrios. Deberíamos entonces exigirles a los sectores públicos y privados que se nos varíe el menú inmobiliario, acorde con nuestras preferencias.









