No hay nada más triste que una flor marchita.
Y, peor, si esa flor todavía no cumplía su ciclo vital y, por su juventud, merecía estar lozana, fresca. Pero para su desventura –para la nuestra– no encontró una mano amiga que viera por ella y la cuidara.
Por eso, en mi último recorrido por el Centro Histórico de Quito me invadió la desolación. Miré hacia arriba, hacia los balcones, y contemplé centenares de macetas sembradas de geranios. Unas macetas que tenían adherida una calcomanía con el sello de la ciudad, a medias desprendida, a medias rota. Y, adentro, los geranios enfermos de sequedad y olvido.
En marzo, el Concejo, mediante una ceremonia que nos alegró a todos, nombró a Quito como la ciudad de los geranios. Y entonces pensamos que la ciudad iba a estar impregnada por el aroma de esas flores, alumbrada por los colores de sus pétalos, vivificada por la alegría de esas plantas de presencia tan grácil cuya liviandad les permite juguetear permanentemente con el viento.
Pero no: apenas unos meses más tarde, esta ciudad envuelta en la niebla de la abulia, esta ciudad que parece de nadie, exhibe al caminante centenares de geranios agonizantes que gritan su abandono.
Su descuido va acompañado de otros descuidos: las paredes desconchadas de las casas, en cuyas fachadas manos siniestras van dejando su huella de grafitis, unos signos indescifrables, laberínticos, que se repiten con tenaz obstinación, hasta la náusea. Esos grafitis –que, además, han extendido su insondable caligrafía a lo largo y ancho de la urbe– dan al Centro una apariencia desolada que ha logrado ocultar su vieja galanura. Esos garabatos pintados con colores fosforescentes y al desgaire, sin orden ni concierto, manchas que el rencor va escupiendo en cualquier muro, han logrado crear una pátina infamante sobre la vieja historia de las casas, los templos, los zaguanes, y han terminado por contaminar el aspecto de la ciudad, hasta convertirlo en putrefacto.
¿Y las flores? ¡Esas flores marchitas!
Se respira en la ciudad un aire de derrota. Derrota ante una realidad que nos ha vencido a todos: a las autoridades que han sustituido las campañas de educación ciudadana por represión y multas que imponen a porfía, para solaz de quienes creen el presupuesto se financia a latigazos; y a los vecinos que, sin tener un sentimiento de propiedad sobre la urbe ni dar siquiera un signo de amor por ella, prefieren mirar hacia otro lado cuando alguien comete un atentado contra su añeja hermosura.
Quito, igual que los geranios, va siendo derrotada. Sus habitantes, alzando los hombros con desdén, con insólito quemeimportismo, poco a poco han ido reculando ante los atentados que cotidianamente se perpetran para afearla, para dañarla, para destruirla y, entre impávidos y complacientes, hasta han dejado que el símbolo de la ciudad sea un enorme mamotreto de metal que se yergue sobre El Panecillo, vasta imitación de la Virgen de Legarda que no pasa de ser un esperpento que el sentido estético más elemental obligaría a derruir.
Pero, en estas horas oscuras, la Virgen sigue allí, mostrando con impudicia su deforme arquitectura, los grafitis se multiplican con insólita desfachatez y los geranios mueren de sed mientras sus pétalos, desvanecidos, se desmayan marchitos, en silencio, hacia el olvido.