Una de las bellezas de llegar al atardecer de la vida es poder disfrutar del paisaje de lo vivido.

Siempre me han gustado los atardeceres, a orillas del mar, en las planicies, al pie de las montañas, o sentada en el bordillo de la vereda contemplando los múltiples colores que toman las nubes en el precipitado descenso del sol a orillas del Salado. Están cargados de los perfumes que el sol ha madurado en las flores, y del sosiego y el recogimiento del fin de la jornada. De pequeña solía acostarme en el estrecho pretil del muro de la casa y sostenida por las manos de mi padre contemplaba las largas puestas de sol en los barrios uruguayos.

La muerte, esa cita a veces temida, llega también normalmente al atardecer de nuestro paso por la Tierra. Es como una melodía de fondo que acompaña muchas partidas de seres queridos y sabemos que acompañará la nuestra. Creo firmemente que hay que preparar la despedida, como se preparan los nacimientos, graduaciones, casamientos y encuentros que jalonan nuestras vidas. Es interesante descubrir nuestra propia melodía y el ritmo que le hemos dado a través de los años vividos. Y descubrir las canciones de los que amamos en el concierto de la creación.

Por eso me sorprendió gratamente ver una solemne procesión que acompañaba a un traslado al cementerio en El Empalme. Iban con flores en las manos, callados y escuchando música, dolidos pero tranquilos.

Un texto de José Carlos García Fajardo, publicado por el centro de colaboraciones solidarias, que voy a entrecortar esperando no deformarlo, habla de ello:

Un día, bastante antes del amanecer, Sergei se despertó para beber y vio al Maestro regando las partes del jardín más castigadas por el sol. Se acercó en silencio porque sabía que esa era una de sus formas de meditación, hacer algo con total concentración.

El Maestro enseñaba que una vez que se ha alcanzado un cierto nivel de comprensión: sentarse, caminar, bañarse en el río, tejer alfombras, urdir tramas con juncos o preparar una taza de té, daba igual. Por eso, Sergei preparó una jarra de naranjada y, cuando se lo iba a llevar al Maestro, vio al noble Ting Chang sentado junto al río con una expresión de gran serenidad.

- Señor, quizás te apetezca un poco de naranjada, pero no me atrevo a ofrecérsela a Ting Chang, –dijo Sergei.

- Puedes dejársela al lado pero no olvides de inclinarte ante la divinidad que lo habita. En estos momentos, la paz de su espíritu sostiene el cosmos.

- Es que nada ni nadie muere, Sergei. Son formas de vida que desaparecen y son sustituidas por otras. Como la metamorfosis del gusano, la mariposa y los huevos. Como el mantillo en que se convierten las hojas de los árboles, las flores y las hierbas. Como los humores y los huesos de todo ser viviente.

- ¡Por eso los animales no hacen funerales, ni las águilas, ni las flores, ni los jardines en mutación continua!

Los funerales se hacen para que los familiares y amigos puedan desahogarse. Son para los vivos, los muertos no los necesitan.

- En algunas culturas, más sabias que la nuestra –apuntó el Maestro–, la muerte de un ser querido se celebra con cantos y danzas, con banquete y con libaciones. Y la gente se viste de colores.