Quizá empecé a jugar fútbol porque de niña quería ser niño. Y cuando yo era niña el fútbol era aún dominio masculino. Mi primera instrucción técnica la recibí de dos extranjeros: mis vecinos mexicanos y colombianos. Jugábamos fútbol hasta que en Quito caía la noche, y la noche cae temprano al fondo de la quebrada de Guápulo, donde vivíamos. Entonces ya no le apuntábamos al arco sino al farol: descubrimos que un par de balonazos bastaban para encenderlo y continuar jugando hasta que los gritos de los vecinos dieran el pitazo final.

Del patio del condominio pasé a las canchas del colegio. Junto a mis mejores amigas establecimos nuevas reglas: las mujeres juegan fútbol no solo en el equipo “femenino” sino también durante los recreos, en las narices y entre las piernas de nuestros amiguitos. Cuando nos graduamos, más de una niña jugaba al fútbol con naturalidad: mejor que algunos, peor que otros, un futbolista más luchando contra las cochas y el sol del páramo quiteño.

A los quince entré al equipo de mi colegio. Cuando sonaba la sirena corríamos a comprarnos limón con sal antes del riguroso entrenamiento (y sí, nos acabamos el esmalte de los dientes, tal como lo profetizaron las abuelas). El tiempo y el sudor nos convirtieron en buenas futbolistas. La prueba la guardo aún en una caja de zapatos (mi “baúl de tesoros”): la medalla reza “COPAIN 2001”. Fue el año en que terminamos la secundaria y ganamos el torneo intercolegial de fútbol. Y eso que había equipos temibles en Quito, como la Academia Cotopaxi donde militaban unas vikingas a las que de niñas nadie les había dicho que el fútbol era para hombres, así que lo jugaban con la misma soltura con que algunas niñitas saltan la cuerda. Cuando nos graduamos habíamos ganado más de un campeonato, y nuestro legado borró para siempre el prejuicio de que el fútbol es cosa de hombres.

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Algunas ingresamos entonces al equipo de la “Cato”. Nuestras nuevas compañeras eran unas genuinas papisas del balón, competían a nivel provincial y nacional luciendo el blanco y azul de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Nuestro entrenador, el “Mono”, era inmisericorde. Jamás se le pasó por la cabeza que las chicas podían menos que los chicos. Tenía demasiada experiencia como para reptar bajo el peso de semejantes ideas.

Recuerdo el locker verde donde más de una vez me dejé las medias sudadas, y por supuesto el olor al abrirlo; los partidos en el coliseo Julio César Hidalgo, la angustia de la eterna banca, los cinco minutos para justificar mi presencia en el equipo. Recuerdo la luz de las farolas sobre el césped mojado, los entrenamientos bajo las estrellas en la helada noche quiteña, y los ojos de gata de esa compañera que continuó su carrera futbolística en una universidad de los Estados Unidos.

A mí, en cambio, un día así sin más, se me murió la pasión. Me hastiaron los cambiadores sudados y mis idolatrados zapatos de pupos fueron a parar al basurero. Se me acabó el fútbol. Se me apagó la energía con que encaraba los entrenamientos diarios, la fascinación por todo lo que se teje entre una pelota y once jugadores con un arco, duplicados como en un espejo, mágicamente convertidos del otro lado en contrincantes. Se me acabó el entusiasmo por la alineación y la estrategia, los fines de semana enchufada a ESPN. En el segundo año de Universidad le heredé mis canilleras a mi hermana menor. Y jamás volví a pisar una cancha. Ni regresé al graderío como hincha. Abandoné el fútbol como se abandona a un amante que una noche te confiesa que no te ama.

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De vez en cuando me encuentro con gente que me recuerda cómo era yo cuando me gustaba el fútbol. Y entre el desconcierto y la nostalgia, ya no me reconozco en esas historias: cuando viajé a Argentina para sondear las posibilidades de estudiar Dirección Técnica de Fútbol (dicen que decía), cuando empecé la carrera de Periodismo con la intención de especializarme en deportes (dicen que soñaba).

Abandoné el fútbol para dedicarme a las palabras, y cuando mi cuerpo se rebela contra el escritorio juego tenis o exploro a pie o en bicicleta los bosques alemanes. La última vez que vi un partido de fútbol por televisión fue durante el Mundial del 2006, que se jugaba en Alemania. Y ahora que vivo aquí, en este país tan futbolero, ni eso ha logrado revivir mi vieja pasión. Hasta hoy, cuando mi hija llegó llorando a casa: mami, las mujeres no sabemos jugar fútbol, cuando me obligan a jugar tengo miedo… Esta misma tarde salimos a comprar un balón, y de risa en risa, mientras le enseñaba algunos trucos en el parque, creo que he empezado a reconciliarme con un viejo amor. (O)

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Recuerdo el locker verde donde más de una vez me dejé las medias sudadas, y por supuesto el olor al abrirlo; los partidos en el coliseo Julio César Hidalgo, la angustia de la eterna banca, los cinco minutos para justificar mi presencia en el equipo...