El lobo se apresta a comer su cena, sopa de verduras y suspira: “Ojalá tuviera una ovejita, la comida que me gusta”. Tocan a la puerta de su casa, es… una ovejita. El lobo no lo puede creer. Pero la ovejita tirita de frío. “No puedo comérmela aún, odio la comida helada”. Así que enciende la chimenea, que calienta a la visitante, mas le empiezan a sonar las tripas a ella, tiene hambre. “Me dará indigestión”. La alimenta con una zanahoria, pero la ovejita contrae hipo, que el lobo se lo quita y revisa la receta de estofado. La ovejita se duerme en sus brazos. Cuando despierta, lo abraza. Primera vez que su cena lo abrazaba, hace mucho tiempo que nadie hacía eso. Lo abraza y lo besa. Tenía una sensación rara. “Oh, Señor, dame fuerzas”. Y el lobo, que estuvo a punto de zamparse a la ovejita, le dice: “No, soy un lobo grande y malo y tú eres un estofado”, así que la abriga: “Vete, si no te comeré y los dos nos arrepentiremos” y la echa de la casa. Sin embargo, preocupado por lo que le pueda ocurrir en el bosque, sale en su búsqueda. “No puedo comerme a una ovejita que me necesita, podría arderme el estómago”. Cenan juntos sopa de verduras, la comida predilecta de la ovejita.

Ese relato corresponde al cuento La ovejita que vino a cenar, de Steve Smallman, un gran hombre en realidad, a despecho de su apellido.

¿Pueden convertirse los lobos malos en buenos? Le ocurrió a Saulo de Tarso perseguidor de cristianos, que cambió la espada por la palabra de paz y devino en Pablo.

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Ernesto Cardenal, escritor nicaragüense, cuando los contras de la vida armados por Reagan amenazaban su país, decía en su poema “Escucha mis palabras oh Señor”: “…oye mis gemidos, escucha mi protesta. Porque no eres un Dios amigo de los dictadores, ni partidario de su política, ni te influencia la propaganda, ni estás en sociedad con el gánster... Hablan con la boca de las ametralladoras… Malogra su política, confunde sus memorándums, impide sus programas”.

Agustín, el obispo de Hipona, recordaba que las riñas, las guerras, los pecados, las iniquidades, proceden de las cosas que cada uno posee en particular. “¿Acaso nos enfrentamos por las que poseemos en común?.

Que en esta Navidad, aliento de paz y armonía en buena parte de la tierra, llueva misericordia sobre los corazones de ese 1% de los más ricos del mundo, que acaparan el 40% de la riqueza planetaria, de esas 85 personas cuyas fortunas son impúdicamente iguales a lo que tienen 3.500 millones de sus semejantes (semejantes como seres humanos) pobres. Que entiendan que su patrimonio no es fruto solo de su capital, especulativo y corrupto muchas veces, sino del trabajo de quienes les sirven, a veces en condiciones infrahumanas. Basilio, obispo de Cesarea, a quien la Iglesia católica llevó a los altares, proclamaba: “Cuando alguien roba los vestidos de un hombre, decimos que es un ladrón. ¿No debemos dar el mismo nombre a quien pudiendo vestir al desnudo no lo hace? El pan que hay en tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que cuelga, sin usar, en tu guardarropa, pertenece a quien lo necesita; los zapatos que se están estropeando en tu armario pertenecen al descalzo; el dinero que acumulas pertenece a los pobres”. Y distribuyó sus bienes entre los menesterosos, como san Cipriano. Agustín, el obispo de Hipona, recordaba que las riñas, las guerras, los pecados, las iniquidades, proceden de las cosas que cada uno posee en particular. “¿Acaso nos enfrentamos por las que poseemos en común?”. Juan Crisóstomo, otro santo, fustigaba a los ricos por sus lujos, su irresponsable despilfarro, invocando el derecho de los pobres a una equitativa participación en los bienes de este mundo. Ellos y otros padres de la Iglesia, el Concilio Vaticano II, no hicieron otra cosa que mirarse en el espejo de los creyentes primitivos, que estaban juntos por tener las cosas en común, vendieron sus posesiones y repartieron el producto entre todos, según la necesidad que tuviesen, como se narra en los Hechos de los Apóstoles.

Porque si no se conmueven los hartos, los que no lo están podrán cansarse y no los detendrán las leyes, la policía, los jueces, las cárceles, las balas. Porque es intolerable que por enfermedades que pueden tratarse, mueran 2’700.000 niños recién nacidos cada año y 5’900.000 menores de cinco años, a pesar de que haya bajado la tasa de mortalidad. Es intolerable que no tengan educación, agua potable, que mendiguen, que sus padres, sus abuelos, sean pobres y la cadena de miseria y dolor siga. Es intolerable que los hombres busquen pan en los tachos de basura, que duerman en los portales de las casas. Mientras, millones de dólares se gastan en armamento y se gastarán en la fiesta de posesión de Trump, una trompada al mundo con su anunciado gabinete.

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Que esta Navidad acabe con las guerras, generadas por la opresión, la codicia, incentivadas por las grandes potencias, donde los que siempre pierden y mueren, por montones, son los inocentes.

El zorro pide al Principito que lo domestique y le explica que domesticar es crear vínculos, tener necesidad uno de otro, que cada uno sea único en el mundo para el otro. (O)