Todos tenemos uno, pero más nos preocupa criticar el ego de los demás. Todos, en momentos determinados de nuestra vida, nos sentimos orgullosos de algo nuestro, una meta alcanzada, un concurso, un diploma, un ascenso, una promoción, una hija, un nieto. Se regocija el ego y se nos antoja compartir el éxito. Lo malo ocurre cuando nos tomamos demasiado en serio, lo que nos lleva a hablar solamente de nosotros, en cual caso el remedio es tomar conciencia de que somos mortales, que podemos desaparecer de un momento al otro. Las medallas se oxidan, se apolillan los diplomas, se arruga la piel, nos vencen los años.
En la pared de mi habitación puse una increíble fotografía que debo por pura casualidad a Fernando Astudillo. Representa a una pareja de ancianos en un paisaje desolado después de un terremoto. Cuando la tierra tiembla en magnitud 7 en la escala de Richter, mi ego recobra su tamaño natural, no hay cómo aferrarse a nada porque todo se mueve, nuestro automóvil puede quedarse apachurrado, pueden morir con nosotros seres muy amados. Se necesitan nueve meses para formar a un ser humano, pero basta un segundo para matarlo.
En cuanto a los famosos, sean cantantes, artistas, políticos o arzobispos, o el mismo papa, todos en sus momentos tienen que acuclillarse en la intimidad de un retrete y adoptar posiciones que poco tienen que ver con la ostentación social o la dignidad de su cargo. El ego es la conciencia que tenemos de nuestra propia identidad, no existe ni puede existir la igualdad, pero sí la solidaridad. El mendigo que extiende la mano bajo algún semáforo puede ser mucho más bondadoso que aquel rey fotografiado mientras pisa con infantil satisfacción al elefante que acaba de matar con un rifle último modelo.
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Un periodista preguntó a Sacha Guitry, conocido por tener un ego apabullante: “Maestro, ¿es cierto que usted es ególatra?”, Sacha exclamó: “¿Yo?”. Todo lo que creemos poseer nos posee a nosotros, no escogimos a nuestros padres ni el lugar donde nacimos. Tengo la piel blanca por casualidad y por pura coincidencia estoy viviendo en Ecuador desde hace medio siglo. Recuerdo un artículo en el que Santiago Roldós preguntaba si se podía amar a dos o tres países a la vez: debo a Francia mi formación, a Ecuador le debo lo que soy, lo que amo, mis cuarenta años de matrimonio con una hermosa guayaquileña, mi hija franco-ecuatoriana. Debo a Marruecos, país amado donde viví durante cinco años, un conocimiento cabal de lo que son los musulmanes auténticos. Algo aprendo de todo ser humano que cruza mi camino, sin que importe su raza, el color de su piel, su nivel social. Cuando Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, tuvo la insólita iniciativa de tocar música de J. S. Bach en el metro de Nueva York, solo se detuvo para escucharlo una niña de 7 años. Otros preferían pagar doscientos dólares para escucharlo en una sala de conciertos. La vanidad es el amor propio al descubierto. En mi cuarto de baño una simple frase en latín me recuerda mi mortalidad: “Mingo ergo sum”. (O)