Cuando Frederik de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica, le dijo que iba a ser liberado, el 11 de febrero de 1990, Nelson Mandela lo dejó perplejo con su respuesta: “Es demasiado pronto”, le contestó el abogado negro y líder de la lucha contra el apartheid, un fenómeno de segregación racial que se instauró en su país por parte de una minoría de blancos. Llevaba 27 años preso. Por su causa había sido condenado a cadena perpetua por rebelión, sabotaje, terrorismo y conspiración.