El escritor lojano Benjamín Carrión (1897-1979) fue uno de los grandes intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Sus contribuciones más duraderas y sólidas son revisitadas ahora en una biografía firmada por Francisco ‘Pájaro’ Febres Cordero.

El tiempo pasa despiadadamente y los valores de cada generación hacen ver la vida de nuevas maneras, pero los aportes intelectuales de Benjamín Carrión –en el campo de la cultura y la democracia– adquieren vigencia. Con este espíritu el escritor quiteño Francisco Febres Cordero –en su libro Pasiones de un hombre bueno: un viaje por la vida de Benjamín Carrión, recién publicado por Ediciones El Nido– nos recuerda las ideas y la acción de un pensador que tuvo como norte la construcción de un país en el que primaran la justicia y la verdad.

Puede parecer idealista, pero Carrión siempre apostó por el desarrollo educativo y cultural, convencido de que este formaría ciudadanos proactivos de un país pequeño pero grande.

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En su biblioteca de la casa Bellavista,Quito, 1969

Estudioso y trabajador

El libro de Febres Cordero es ágil –con una prosa que hace sentir el entusiasmo que aún hoy puede suscitar Carrión– y destaca los aspectos más curiosos de la infancia, juventud y madurez del escritor lojano. Llama la atención la precocidad de Benjamín, quien ingresó al colegio con 9 años, a pesar de que la ley exigía al menos tener 12. A los 15 finalizó el bachillerato.

Cuán decisivo es contar con buenos maestros en el colegio, y Carrión los tuvo. Pío Jaramillo Alvarado –a quien Benjamín llamaría después “doctor en ciencias de la patria”– lo acercó al pensamiento latinoamericano (Rodó, Rubén Darío, Lugones, Amado Nervo) y español (Juan Ramón Jiménez, Manuel y Antonio Machado, Baroja, Azorín). Afirma Febres Cordero, quien conoció a Carrión cuando este tenía 78 años, que “su mente siempre fue ordenada y su capacidad para el cálculo mental, sorprendente”. En las vacaciones escolares Carrión trabajaba en la finca, que administraba su madre viuda, “cortando caña, cosechando mandarinas, chirimoyas, tunas, papayas, piñas, cortando plátano, pero, sobre todo, recogiendo el café que luego se secaba en los corredores enladrillados de la parte trasera de la casa de la hacienda”.

Febres Cordero nos transporta a la Loja de comienzos del siglo XX, una sociedad marcada por la ritualidad de beatas y curas en la que la figura de Eloy Alfaro evidenció la caducidad de una sociedad atrasada y contradictoria estructuralmente.

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Quito y Europa

Benjamín llegó a Quito en 1916 y estudió derecho en la Universidad Central. Pronto fue cronista de la revista Caricatura, en un ambiente de fervor intelectual y artístico que lo juntó con Gonzalo Escudero, Alfredo Gangotena, Jorge Carrera Andrade y Miguel Ángel Zambrano. Fue secretario de la Cámara de Diputados, dirigió La Gaceta de la Corte Suprema de Justicia y enseñó castellano en el colegio
militar.

Junto con José María Velasco Ibarra y Luis Barberis fundaron en 1917 la Federación de Estudiantes Universitarios del Ecuador (FEUE). Y en 1944 Velasco firma el decreto de creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, una de las obras más destacadas de Benjamín. Carrión creía que con cultura se hacía país, justicia, democracia y libertad; pensaba que la cultura era autónoma y que no debía ser una función del Estado, sino, diríamos ahora, de la sociedad civil.

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Ya casado con su coterránea Águeda Eguiguren Riofrío –que lo deleitaba con su conversación–, Carrión empezó una vida llena de vicisitudes que lo llevaron a desempeñar cargos diplomáticos en el exterior (sirvió seis años como cónsul en El Havre), pero también a sufrir persecuciones por sus posturas e ideas políticas. En 1932 fue elegido secretario general del Partido Socialista, cuyos militantes se veían como continuadores de la amplia tendencia ideológica que cobijó el alfarismo anticonservador y laico en su lucha por la justicia y la seguridad social en beneficio de trabajadores, artesanos y sectores medios.

Con el escritor norteamericano Albert Franklin. Desde la izquierda: Alejandro Carrión, Pedro Jorge Vera, Jorge Icaza, Benjamín Carrión y el escritor visitante. Al extremo derecho, Enrique Avellán Ferrés, Quito, 1944.

En Europa Carrión mantuvo un intenso contacto con autores europeos (Paul Valéry, por ejemplo) y latinoamericanos. Gabriela Mistral fue su comadre y trabó amistad con José Vasconcelos, Miguel de Unamuno, Alfonso Reyes, Miguel Ángel Asturias, Teresa de la Parra, Alcides Arguedas… Todos anhelaban una América que no estuviera sometida por las garras del imperialismo.

Volver a tener patria

Carrión en sus libros conjugó la creatividad y las ideas. En 1928 sale en Madrid Los creadores de la nueva América, con prólogo de Mistral, quien sostiene que Carrión “busca ser un provocador de entusiasmos”. Como ensayista invita a pensar; es un orientador, e hizo todo lo que estuvo a su alcance para insertar lo más valioso del Ecuador en el mundo. Por eso en 1930 publica, también en España, Mapa de América, que incluye la figura del narrador ecuatoriano Pablo Palacio. Según Febres Cordero, “con Palacio comienza Benjamín a dar rienda suelta a esa obsesión, a esa pasión que tuvo durante toda su vida: el orgullo por lo nuestro”.

1941 fue un año terrible para Carrión y para el país, porque el desmembramiento territorial luego de la guerra con el Perú supuso, para él, la derrota moral –antes que militar– de una nación conducida por un gobierno que prefirió reprimir a sus opositores internos antes que defender la frontera. De 1941 a 1943 aparecen las Cartas al Ecuador que cuestionan el engaño de los políticos.

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Decepcionado ante el fracaso del espíritu continental, llama a trabajar hacia adentro, con memoria histórica, y a erigir un país con cultura, una “pequeña gran patria”: “tenemos que ser un pueblo grande en los ámbitos de la espiritualidad, de la ética, de la solidez institucional, de la vida tranquila y pulcra”. Desde entonces sus armas de pelea fueron libros, revistas, boletines, exposiciones de arte y artesanía, imprentas, radios.

Carrión viajó por el mundo como escritor, conferenciante, profesor y creyó que en el Ecuador, a los dirigentes intelectuales, le hacía falta “generosidad desinteresada que no espera recompensa”. Por esto quiso que su su lápida dijera: “Aquí yace un hombre bueno”. Francisco Febres Cordero, con su nuevo libro, renueva el ideario de Carrión en un Ecuador también azotado por crisis éticas recurrentes.

David Alfaro Siqueiros (i), Oswaldo Muñoz Marino, Benjamin Carrión y Oswaldo Guayasamin, Mexico, 1968. Foto derecha: Con Alfredo y Eduardo Mora, Loja, 1969.

El biógrafo y su biografiado

¿Por qué, a más de cuarenta años de su muerte, se hace necesaria una nueva biografía de Benjamín Carrión?
El libro pudo haber salido unos años antes o unos años después. Como la época tan oscura que vivimos parece que continuará indefinidamente, conocer la vida de Carrión es una luz: en nuestra historia relativamente cercana hubo alguien que no solo se dolió por la patria, por sus gentes, sino que vislumbró una salida y puso todo su esfuerzo por hacerla realidad. Carrión fue un pensador, pero también un constructor, un realizador. Y, al contrario de lo que sucede ahora, todo lo que hizo fue para servicio de los otros, no para su beneficio personal. Ese altruismo, esa convicción, esa valentía indoblegable me parecen simplemente ejemplares. Recordar todo eso ojalá sirva para algo.

¿Cómo le favoreció a Carrión, en el desarrollo de su pensamiento y sus afectos, la escritura de tantas y tantas cartas?
A través de esas cartas se puede ver la manera en que Carrión iba desarrollando algunas de sus ideas, de sus sueños. Hay unas que son un bosquejo trazado a vuelapluma, dentro de ese género epistolar hoy perdido; otras muestran la realización de sus obras, la invitación a participar en ellas. Pero ahí también están registrados aspectos de su vida cotidiana: están sus amistades, entrañables algunas y otras desvanecidas en el tiempo; están sus desilusiones, sus fracasos y sus logros. Uno es el Carrión joven que escribe desde El Havre y otro el Carrión maduro, cincelado a lo largo de su larga vida. La correspondencia nos permite adentrarnos en el hombre que, con el decurrir de los años, se fue haciendo, verlo cómo fue madurando, cómo fue creciendo a través de sus pasiones siempre apasionadas.

¿Es la Casa de la Cultura Ecuatoriana actual la que Carrión ideó?
De ninguna manera. La Casa de la Cultura que Carrión construyó, tan llena de actividades, tan convocante, tan amplia para acoger a los escritores, a los artistas, a los artesanos, se fue desmoronando por bastardas ambiciones, por ceguera, por rencillas y por sectarismos, hasta quedar vacía, desconchada, húmeda, lóbrega, como está ahora. A manera de lápida se construyó sobre ella un Ministerio de Cultura que terminó por enterrarla. Un Ministerio de Cultura que, más que eso, parece un carísimo mausoleo habitado por fantasmas.

Si como país no conseguimos concretar los ideales por los que Carrión luchó –la paz, la cultura, la democracia–, ¿es inviable su ideario?
No solo su ideario: es inviable un país en que el único ideario que se ha impuesto es el del robo, el del saqueo, el de la mentira, la triquiñuela y el engaño. Ya no resuena esa voz potente, altiva, que invitaba a los ecuatorianos a volver a tener patria. Ahora se escucha solo la aflautada voz de los ladrones que, en coro, gritan: ¡Vámomos a Miami, vámonos a Miami!