Cuando era joven, mis padres me enviaron a una institución mental tres veces (1966, 1967, 1968). Las razones en mis archivos médicos son banales. Se decía que estaba aislado, hostil y miserable en la escuela. No estaba loco, sino que solo era un joven de 17 años que realmente quería ser escritor. Como nadie entendió esto, estuve encerrado durante meses y me alimentaron con tranquilizantes. La terapia consistió simplemente en darme electrochoques. Me prometí a mí mismo que algún día escribiría sobre esta experiencia, para que los jóvenes entiendan que tenemos que luchar por nuestros propios sueños desde una etapa muy temprana de nuestras vidas.
Cuando lancé Veronika decide morir, un libro que fue una metáfora de mi experiencia en un manicomio, la prensa comenzó a preguntarme si perdonaba a mis padres. De hecho, no necesitaba perdonarlos, porque nunca los culpé por lo que sucedió. Desde su propio punto de vista, intentaban ayudarme a obtener la disciplina necesaria para realizar mis actos como adulto y olvidar los “sueños de un adolescente”.
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Khalil Gibran, en su libro El Profeta, tiene un excelente texto sobre padres e hijos:
Tus hijos no son tus hijos,
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son hijos e hijas de la vida
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos, pues,
ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas, porque ellas
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerlos
semejantes a ti
porque la vida no retrocede
ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero
sea para la felicidad.
Pues aunque Él ama
la flecha que vuela,
ama de igual modo al arco estable. (O)