Navego a bordo del National Geographic Orion, cruzando el estrecho de Bering, desde Alaska hasta Siberia, en el sentido contrario al que mis ancestros (y aparentemente los de todos los americanos) siguieron hace más de 10.000 años.

El mar es somero, con profundidades promedio de 50 a 75  metros. Durante la última glaciación, entre 100.000 y 10.000 años, su nivel disminuyó hasta 120 metros. Siberia y Alaska estuvieron conectadas en un amplio territorio de mil millas de ancho, el mundo de Beringia. Por aquí cruzaron mamuts, bueyes almizcleros y hombres, desde el Viejo Continente al nuevo, que luego de derretirse los hielos quedaría aislado.

Desde Nome, en Alaska, hasta cabo Dezhnev, en Siberia, hay apenas 51 millas. Sin embargo, mi barco debe desviarse 200 millas al suroeste, hasta la población de Providéniya, para control de migración rusa. Acoderados en el puerto nos sorprende su aparente abandono. Pero al encontrarnos con sus habitantes, descubrimos una comunidad vibrante que lucha por mantenerse productiva y alegre, a pesar de los inviernos, el aislamiento y los cambios políticos.

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Los yupiks habitan las zonas costeras, donde se sustentan de la cacería de ballenas, morsas y focas. En tanto que los chukchis desde épocas prehistóricas han migrado arriando manadas de renos.

 

Grupos étnicos

Una de mis primeras lecciones de este viaje es que la felicidad no significa palmeras y flores, puede ser más sutil, hallarse a distinta escala y en tonos grises. 

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En cabo Dezhnev aprendemos que algunos de los habitantes de Providéniya tuvieron su asentamiento invernal en este extremo más oriental de Siberia, la población de Naukan. En un programa de relocalizar a los grupos étnicos de la zona, el Gobierno soviético los mudó a convivir en bloques de departamento, muy distintos a sus construcciones redondas, de piedra, con techos de piel de morsa sostenidos sobre huesos de ballena. Y aquí es cuando me pregunto qué tanto de su identidad han logrado conservar, insertados a la fuerza en un mundo ajeno al original.

Comienzo a distinguir los dos grupos étnicos de la región autónoma de Chukotka, la más oriental de Siberia: los yupiks (que pertenecen al pueblo Inuit que habita también Alaska, norte de Canadá y Groenlandia) y los chukchis (la mayoría de los cuales reside dentro de Chukotka). 

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Los soviéticos agruparon a ambas etnias en poblados donde todavía se practican la cacería de mamíferos marinos y la talla de marfil, y donde se implementaron granjas colectivas de cría de zorros del ártico y renos. Luego del colapso de la Unión Soviética, muchos de los negocios, otrora del Estado, fueron abandonados y hoy estos pueblos subsisten precariamente.

La gente es como esta tierra, en su aridez, belleza y resiliencia. Llevan una vida dura, enfrentándose a los rigores del clima. Sin embargo, nadie se ve triste. Parecen contentos del día a día, con lo que la naturaleza pueda proveer.

Niñas de Lorino. Los yupiks en Rusia llegan a aproximadamente 1.800, mientras que la población chukchi asciende a 16.000.

 

Fauna a la vista

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Mientras intento discernir si los cantos de vibración de garganta o si el hombre que me secuestró en su trineo era de una etnia o la otra, el barco continúa su navegación y pasa del mar de Bering al mar de Chukchi, en compañía de ballenas grises y jorobadas. Son las mismas grises que yo he visto juguetear con sus crías en las lagunas de Baja California entre los meses de febrero y marzo. Ahora, en el verano ártico, retornan a altas latitudes para alimentarse.

Visitamos la isla de Kolyuchin, a 6,8 millas de la costa norte de la península de Chukotka, donde observamos el primer oso polar del viaje, luego asoman un par que juguetea entre las construcciones de un abandonado asentamiento ruso. Escuchamos, olemos y contemplamos a distancia prudencial a un grupo de aproximadamente cuarenta morsas, y confundido entre ellas un lobo de mar de Stellar, gigantesco. Vuelan en los alrededores frailecillos, cormoranes pelágicos y kitiwakes. 

Esto es apenas un bocadillo de avistamientos para lo que nos espera por los siguientes cuatro días en la isla de Wrangel, conocida como el Galápagos del Ártico e igualmente patrimonio natural de la humanidad de Unesco.

El explorador ruso Ferdinand von Wrangel (1797-1870) buscó la isla durante tres años, sin suerte. Los chukchis le habían contado de una tierra misteriosa e invisible. En el libro César Cascabel, de Julio Verne, una familia que viaja a la deriva sobre un iceberg llega a avistarla, pero no alcanza a desembarcar, tal como les ocurriera a los náufragos del Jeannette en una de las epopeyas árticas. El Jeannette zarpó en 1879 en busca de un supuesto océano abierto en el Polo Norte, para quedar atrapado en el hielo y a la deriva durante dos años, hasta hundirse a 800  millas al noroeste de Wrangel. 

 Frailecillos en la isla de Kolyuchin.

 

Fantasía y realidad

Canadá intentó reclamar este territorio para Gran Bretaña en 1921 con una expedición de cinco integrantes, de los cuales la única sobreviviente fue Ada Blackjack (1898-1983), una mujer inuit. Finalmente, en 1926 los soviéticos relocalizaron una población chukchi que vivió en la isla hasta 1976, en que la se declaró Reserva Natural del Estado. 

Espejismo, realidad, fata morgana, Wrangel está llena de misterios, y para mí uno de los mayores es que, a pesar de su latitud 71 º norte, nunca estuvo cubierta por glaciares permanentes.

Quinientas ocho personas visitarán Wrangel en 2019, cuando a Antártica llegarán 50.000. ¡Es un privilegio figurar entre los elegidos!

A las seis de la mañana de un 9 de septiembre diviso por fin su costa sur, de planicies redondeadas, para seguir navegando a lo largo de los acantilados del oeste. Desde el primer minuto contamos osos polares. Unos suben por las quebradas  y se cruzan con los que bajan. Varios nos contemplan desde barrancos de rocas metamórficas, plegadas en sinclinales y anticlinales. En un solo día llegamos a contabilizar 183 osos y muchas madrigueras, donde las osas dan a luz.

Este es un mundo que jamás alcancé a imaginar, ha sobrepasado mi capacidad de fantasear. Parece creación de Tolkien, de extraños habitantes y colores. Incluso el acto de devorar una morsa  se ve naturalmente apacible. Cuatro osos comparten, sin aparente conflicto, el cuerpo de su víctima. Otros ni se inmutan, se observan bien alimentados. Uno camina por la playa con un pescado en el hocico, y hay otro que mastica una foca en solitario. Es un mundo de osos. En un área de  7.600 kilómetros cuadrados se estima una población de 400, la mayor concentración de osos polares del planeta (y se calcula que apenas quedan 22.000 en el mundo). Esperan con paciencia que lleguen los hielos, que ahora, con el cambo climático, tardan hasta un mes de lo normal. 

 A pesar de esta densidad de osos, bajamos del barco a caminar por la tundra y estepa. Nos protege y escolta una de las guardaparques rusas, Anastasia, de menos de 30 años. Sonríe y explica que existen más de 400 especies de plantas, mientras sujeta un tipo de lanza en la mano; carga también una bengala en el bolsillo. ¡Así va a defendernos de los osos! Un detalle que se incorpora a lo surreal de este reino, un mundo ajeno al que ni siquiera llegaran los hielos eternos y donde los mamuts existieron hasta 8.000 años después de haberse extinguido en el resto del planeta. 

Estoy en el Pleistoceno y como prueba de ello aparece un buey almizclero. Anastasia prepara su lanza y dice temerles más que a los osos. Todos nos aglutinamos tras esta jovencita de osos azules, que luce gigante bajo múltiples abrigos. 

Anastasia cuenta que para apreciar a Wrangel hay que vivirla sin miedo: “Descubres algo más sobre ti mismo cuando estás en Wrangel, puedes quedarte de seis meses a dos años. Aprendes a vivir el momento presente. Yo intento no perder este lugar dentro de mí cuando regreso a casa, en el continente. La isla no ofrece sus dulzuras a primera instancia. Hay que abrir los ojos y también el corazón”. 

La isla de Wrangel es la tercera reserva mas grande de Rusia. Alberga 169 especies de aves, 62 de las cuales anidan en la isla, 42 mariposas, 32 especies de arañas  y 400 osos polares.

 

Con varias caminatas en tierra de osos, trepando cuestas al paso de rusos llenos de energía y estoicismo, en el silencio de la estepa y frente a sobrevivientes del Pleistoceno, yo siento que mis ojos se abren, a la vez que mi corazón.

Wrangel es una reliquia de lo que fuera la tierra antes de su más temible depredador: Homo sapiens.

Estoy en una cápsula del tiempo, viviendo en el mundo de Beringia. Beringia se levanta otra vez en la isla de Wrangel.