El 1 de diciembre, un grupo de individuos abrió fuego contra los fieles en una pequeña iglesia protestante de Burkina Faso, nación africana donde la minoría cristiana está siendo blanco de ataques. Las víctimas incluyeron el pastor y varios adolescentes. Las autoridades atribuyeron el ataque a “individuos armados no identificados” que, según testigos, escaparon en motocicletas.

La matanza generó informaciones breves en la prensa internacional y pronto pasó al olvido. Algo que no sorprende en un año en el que hubo frecuentes ataques a centros religiosos. Cientos de creyentes y muchos clérigos fueron asesinados en iglesias, mezquitas, sinagogas y templos.

Dos semanas de enero dejaron en claro la magnitud del fenómeno. En Tailandia, un grupo de insurgentes separatistas atacó un templo budista, matando al abad y a un monje. En las Filipinas, dos atacantes suicidas hicieron detonar bombas durante una misa en una catedral católica de la isla de Jolo, mayormente musulmana, matando a 23 personas e hiriendo a un centenar. Tres días después, una persona lanzó una granada contra una mezquita en una ciudad cercana, matando a dos maestros de religión musulmanes.

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El domingo de Pascua, el 21 de abril, dos iglesias católicas y una protestante fueron estremecidas por el estallido de bombas en Sri Lanka.

Otros blancos de ataques coordinados de organizaciones locales incluyeron tres hoteles de lujo. Pero la mayor parte de las casi 260 personas muertas fueron creyentes que habían ido a la iglesia, incluidas decenas de niños.

Los ataques sorprendieron a muchos en esta nación predominantemente budista, donde la comunidad cristiana representa el 7 % de la población y que hasta ahora no había tenido serios enfrentamientos étnicos o religiosos.

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En octubre se evitó por poco otro baño de sangre antisemita cuando un individuo trató de ingresar a una sinagoga de Halle, Alemania, durante servicios del Yom Kipur, el día más sagrado del judaísmo. (I)