El Clásico del tenis nunca defrauda. Nunca. Novak Djokovic y Rafa Nadal han jugado 59 veces, más que nadie en la historia, y siempre han estado a la altura de la leyenda que han forjado entre ambos. No hay rivalidad más mítica. Ni una igualdad tan estrecha: 30-29 para el serbio. Hacía un año que no se veían las caras dentro de una pista, precisamente desde la derrota de Nadal en las semifinales del año pasado de este mismo torneo, cuando Djokovic conquistó la tierra que históricamente había sido de su eterno oponente.

Pero aquello no fue ningún cambio de ciclo. Nadal siempre vuelve, los grandes campeones siempre lo hacen, y en contra de los precedentes y de las sensaciones, demostró el martes pasado otra vez quién es el rey de Roland Garros. El 13 veces campeón.

Nadal no quería jugar de noche (hora de París), pero cuando entró en la pista ya no distinguió entre estar bajo la luna o bajo el sol. La tradición de Roland Garros nos transporta a la claridad primaveral, a gradas con pamelas y parasoles.

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Así hemos visto siempre los grandes duelos de París. El horario es una novedad que quita cierto encanto al partido, pero que le añade, si cabe, un punto más de épica. De noche o de día, los dos gladiadores se fajaron en una dura lucha de más de cuatro horas, en una final anticipada que, por caprichos del sorteo, se ha adelantado a los cuartos.

A ninguno de los dos le importó demasiado que no hubiera un trofeo en liza, porque esta rivalidad está por encima de eso, casi podríamos decir que ambos pelean, frente a frente, por el número uno de la historia, que va más allá de levantar una copa.

La tierra de París es, una vez más, territorio reconquistado por Nadal, que ha despejado las dudas que pudiera haber dejado en 2021, o incluso en esta misma edición. Siempre lo hace, siempre retorna. La leyenda continúa. Y ahora está a dos pasos del 14º Roland Garros. O del Grand Slam número 22. Como prefieran. (O)