Julio Frydenberg es autor de Historia social del fútbol: del amateurismo a la profesionalización. En esa obra con precisión describió la génesis de la pasión desbordante que siente el aficionado albiceleste por el balompié. Aquello lo pudimos constatar con la celebración de la conquista del título mundial en Qatar 2022. Según Frydenberg, ese sentimiento vehemente es capaz de perturbar la razón o dominar la voluntad. Tiene su fe de bautismo desde que los británicos desembarcaron en los puertos de Argentina, y comprueba sus dichos al indicar que en 1907 ya existían más de 300 equipos inscritos para participar en más de diez ligas, tan solo en Buenos Aires.

La película argentina Escuela de campeones, de 1950, da los detalles del porqué de la popularidad del fútbol, deporte que en Argentina no necesitó de padrinazgos porque su práctica llegó directo a las venas, del hombre del pueblo. Frydenberg habla por eso, de “la plebeyización del fútbol”.

Ahora nos explicamos por qué más de cinco millones de argentinos se movilizaron por las avenidas del gran Buenos Aires para recibir a sus héroes, que llegaban de Qatar. Pienso que si existiera un instrumento que midiera cuánta serotonina estimuló esa marea humana, solo alcanzaría a compararse con la emoción que representó la multitudinaria presencia de personas en Nueva York cuando el 8 de mayo de 1945 se conoció la rendición alemana en la Segunda Guerra Mundial. La celebración de Buenos Aires debe pasar a formar parte del Libro Guinness de récords mundiales. Millones de argentinos no escatimaron esfuerzos para alentar a esos gladiadores admirables, comandados por su máximo líder, Lionel Messi.

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Su perseverancia le permitió ser importante en qatar.

Un detalle no menor fue el favoritismo que se percibía respecto a Argentina, en la final contra Francia. Aquello tuvo una razón de ser. La mayoría de hinchas del fútbol en el universo anhelábamos ver la ascensión de la Copa en las manos de Messi. Ese fue el fenómeno social del fútbol en su máxima expresión. En todos los estamentos todavía se preguntan cómo esa atracción espontánea que genera Messi fue capaz de silenciar al mundo maradoniano. Diego Maradona alguna vez fue calificado como eterno porque era capaz de gambetear hasta la muerte.

Sus frases, que eran hirientes para el sentido común, se convirtieron en epístolas para sus devotos, que celebraron su figura descomunal como futbolista. Sus jugadas, propias de un ilusionista, y sus goles repetidos miles de veces, confirmaron que era un genio. Era capaz, con su pierna zurda, de hacer lo que se le venía en gana. Convenció en sus pocos años de vigencia en plenitud de forma, y fue tal su fama que llegó a contradecir las creencias napolitanas, como que discutiera si San Paolo o la Madonna estaban en el mismo altar que merecía Diego.

Pero su fútbol mágico y de fintas increíbles se consumió rápidamente en el tiempo porque el chico del potrero no creció nunca. Se pasó la vida gambeteando y engañando a sus rivales, pero también a él mismo. Sus tribulaciones sirvieron para enceguecer a las grandes masas, que requerían que un humano se convirtiera en un ser divino. Maradona, nacido en un barrio de miseria, enfrentó el éxito sin educación, el triunfo sin humildad y la gloria con soberbia.

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Su espectacular vida futbolística que servía para pintar acuarelas se decoloró muy rápido. Maradona apostó y cambió su destreza para realizar cascaritas con la número cinco, para hacerlo con las drogas y el alcohol. Creyó que como al balón las podría dominar, pero no pudo y el 10 terminó siendo esclavo de sus vicios.

Un día, ante un confesionario público, Maradona contestó a la pregunta de cómo era como jugador así: “Te iba a decir brillante”, y luego de una pausa lanzó la frase lastimera: “Si yo no hubiera tenido el problema de las drogas, si no hubiese consumido cocaína con apenas 24 años, hubiera sido un gran jugador, fue el peor error de mi vida”. En fin, al margen de sus importantes triunfos deportivos, que son muchos y representativos, en su corta vida de futbolista hubo frases y actitudes de rebeldía contra el orden establecido que le perdonaron sus devotos, que fueron inventando un surco profundo para convertirlo en un mito.

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Diego Maradona terminó siendo esclavo de sus vicios

Hasta que llegó el día que el mundo celebró a Messi levantando la Copa del Mundo. Era el único trofeo que le faltaba en su vitrina para desmitificar al universo maradoniano. Mi propósito no es compararlos ni juzgar quién ha sido el mejor jugador argentino de todas las épocas -no solo que hay varios-. No lo hago porque todos trascendieron en su época y los ítems valorativos, con el pasar del tiempo, son diversos.

Hace poco leía un artículo de Ernesto Cherquis Bialo, periodista uruguayo, que desarrolló toda su carrera en Argentina, donde fue director de El Gráfico, titulado ‘Antes que llegara Maradona hubo otro rey del fútbol y se llamó Enrique Omar Sívori’. Cherquis reconoce que Sívori fue la primera gran figura argentina que conquistó Italia, donde era tratado con todos los honores, aun 20 años después de su retiro.

Sívori, apodado Cabezón, formó parte de una fantástica selección albiceleste que ganó el Sudamericano de Lima, en 1957. La delantera mítica, la de los Caras Sucias, la conformaban Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz. Tres veces fue campeón con River Plate, su venta a la Juventus en 10 millones de pesos permitió cerrar el estadio Monumental, que tenía forma de herradura.

Otro que está en el podio es Alfredo Di Stéfano, el delantero inventor del fútbol total, porque se comía la cancha. Era veloz, la Saeta Rubia. El francés Just Fontaine le describió así: “Lo tenía todo, era rápido técnicamente dotado, bueno en el juego aéreo, era goleador y mediocampista y le quedaba pulmones para defender”. Y ni hablar de sus títulos: cinco veces ganador de la Copa de Europa (hoy Champions), de la Copa América en Guayaquil 1947, dos veces del Balón de Oro, y trece campeonatos de España con el Real Madrid.

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Y por supuesto el vigente Lionel Messi, quien con la Copa del Mundo conseguida subió la vara tan alto que parece inalcanzable. Pero Messi convence también por su personalidad: es sencillo y se lo siente humano. En el momento de la celebración en Qatar calificó a su logro como obra del poder celestial (“sabía que Dios me la iba a regalar”). Lo que ha ganado Messi no tiene comparación: 42 títulos (entre ellos siete Balones de Oro, una Copa América, una del Mundo, medallista de oro olímpico, 793 goles), y sobre todo una vigencia estelar durante 18 años consecutivos, desde que debutó en el FC Barcelona el 16 octubre de 2004. Es imposible que Messi no sea considerado el mejor jugador argentino de todas las épocas.

Su perseverancia le permitió ser importante para ganar el Mundial a sus 35 años, al quinto intento. Hoy la selección argentina lucirá orgullosa las tres estrellas doradas en su camiseta: la que ganó con Mario Kempes en 1978, la de Maradona en 1986 y la del último tejedor, Messi, en el 2022. (O)