Hay un momento en que un partido se rompe y entra en un torbellino en el cual el futbolista vuelve a ser niño, se olvida de las tácticas, del técnico que tiene al costado, de la charla técnica, de absolutamente todo; su alma, su mente y su vida se concentran en una sola cosa: tomar la pelota, llevarla hacia adelante, hacer gol y ganar ese encuentro que está disputando, que se ha vuelto loco de tanto ir y venir. No piensa, siente, no especula, da todo. Es el costado lúdico y maravilloso del jugador de fútbol, tan discutible en otros aspectos. Es cuando el marco excepcional de una final del mundo o en este caso una semifinal de Champions transforma el juego en un duelo de potrero, de patio de colegio donde nos transpiramos hasta mojarnos y rompernos los botones de la camisa y la corbata del uniforme, en un picado del potrero de la esquina con arcos marcados con piedras o palos, en un duelo de la empresa entre ventas y tesorería, en un desafío barrial a mil pesos por cabeza…

Eso ocurrió, como nunca quizás, en este ya inmortal Inter 4 - Barcelona 3 que se inscribe entre los espectáculos más notables de la historia y que determinó el pase a la final del estructurado y solidario cuadro italiano. Era tan sensacional lo que estábamos viendo, tan bello, cambiante, emotivo, sorprendente que nos preguntamos seriamente: ¿puede ser este el mejor partido de la historia…? ¿El más brillante de lo que hayamos visto…? No lo afirmamos, simplemente nos lo preguntamos. Por la emoción, la instancia, por ser en Champions, por los vaivenes, las actuaciones excepcionales y los goles extraordinarios.

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Quién sabe… La memoria nos gambetea. Lo deslizamos en Twitter. Las respuestas son coincidentes: “Puede ser, está entre este y la final del Mundial Argentina 3 - Francia 3”. Pero en aquella definición, épica, sin dudas, Francia durmió la siesta durante 79 minutos. Miró cómo Argentina lo arrollaba. Otros mencionan el llamado ”partido del siglo”, Italia 4 - Alemania 3 del Mundial del 70, que en su momento enamoró, pero aquello era otro fútbol, más lento, con espacios y tiempo para todo. Lo mejor es no volver a verlo y conservar la evocación entrañable así como está.

En cambio, este martes en Milán fueron vértigo puro los 132 minutos que duró entre el tiempo regular, el suplementario y las adiciones. Nadie paró un instante. Ganaba el Inter 2-0 con autoridad, lo dio vuelta el Barça en un segundo tiempo suyo sublime, con Pedri dando una cátedra y Lamine Yamal deslumbrando en cada arranque, en cada gambeta. Cuando iban 93 minutos y Barcelona ya sacaba los pasajes para la final de Múnich sucedió lo insólito: centro bajo de Dumfries por derecha y apareció como 9 Francesco Acerbi, un áspero y heterodoxo zaguero centro de 37 años, que la clavó al estilo Gerd Müller para estampar el 3-3 y llevar la volcánica semifinal a la prórroga. Qué hacía allí Francesco Acerbi solo lo saben Dios y él. Estaba como un oso blanco en el Sahara, totalmente fuera de su hábitat. Pero ese gol lo define como guerrero, como ganador, como hombre de fe. Dominaba el cuadro catalán y él se quedó arriba esperando el milagro imposible como el náufrago que sigue oteando el horizonte con la última esperanza de divisar una vela, una proa. En su carrera triunfal, Acerbi, completamente enloquecido, se sacó la camiseta y la tiró, la malla que tenía debajo y la tiró, quería sacarse los tatuajes, la piel, el corazón y arrojarlos a los tifosi. Ese gol fue el de la resurrección. Estaba muerto y enterrado el Inter. El hincha que de verdad es hincha sabrá valorar ese gol por décadas.

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Y llegó el alargue. Y esos treinta y pico de minutos extras fueron el paroxismo. El Inter, un equipo sin estrellas, pero organizado a la italiana por Simone Inzaghi, aprovechando todo al máximo, volvió a agrandarse con el empate y golpeó una cuarta vez por mediación de Fratessi, buen volante derecho que recibió en el área, amagó, se creó el espacio para el remate y la colocó a una punta, ajustada al palo del impronunciable arquero polaco de siete consonantes y una sola vocal, Szczęsny. Era el 4 a 3, era llegar a la final.

El Barcelona se fue arriba de nuevo, a quemar naves, con esos dos chicos sensacionales que son Pedri y Lamine. Cada maniobra del zurdo representaba un drama para el Inter, para sus hinchas y para el fútbol italiano todo. Encaró, desbordó, centreó, mandó un bombazo al palo y en una más disparó al ángulo y el fabuloso arquero Yann Sommer la echó con las uñas al córner. Que te saquen esa pelota es una injusticia satánica, pero Sommer, un arquero que hace diez años tiene un rendimiento notable, voló e impidió el gol. En esa acción, Sommer le sacó la final y tal vez el Balón de Oro a Lamine Yamal, que ya puede reclamar el rótulo de mejor del mundo, simbólicamente, de las manos de Messi. No de Mbappé, no de Vinícius ni de ningún otro. Ellos nunca lo fueron. Ahora sí hay un heredero con todas las credenciales que semejante título exige. El testimonio pasa de un genio a otro. Estamos ante un posible monstruo del fútbol, ojalá nada lo desvíe. Disfrutémoslo.

La portada del diario argentino 'Olé'.

Pasarán años y el Barcelona se seguirá preguntando cómo se le escapó esta final de Champions, incluso cómo se le escurre este título. El Inter había recibido solo cinco goles en los doce partidos anteriores y en este doble choque lamentó seis. Eso habla de las bondades del cuadro de Hansi Flick. Que marcó, en el torneo, la locura de 43 tantos en catorce partidos. No le alcanzó. Muchos analistas culparon a su defensa por sufrir siete caídas en esta semifinal, pero el Inter recibió seis. No hay mayor diferencia. No es la causa. Hubo fatalidad y hubo Sommer.

Las casas de apuestas dejaron al Inter como el de menos opciones de los cuatro semifinalistas. No lo entendimos. Le veíamos las mismas chances que el Arsenal, el Barcelona y el PSG. Lo escribimos hace dos semanas: “Es mencionado último, sin embargo, para este cronista tiene la misma chance que los otros. Es, ante todo, un EQUIPO. Así funciona. El conjunto por encima de las individualidades. Siempre hay figuras salientes, desde luego. Quedará en el recuerdo como el Inter de Lautaro Martínez, su estrella, y el de Simone Inzaghi, arquitecto de esta formación con la que ya suma seis títulos en cuatro temporadas. Pero lo grupal se impone. Y puede hilvanar el triplete. El técnico saca, pone, cambia, nunca se le arma lío, reflejo de que maneja bien el vestuario y tiene autoridad. La superposición de encuentros clave por las tres competiciones podría llegar a complicar al cuadro milanés más que sus mismos contrincantes. ‘Nadie es más que este Inter’, dice casi con rabia Lautaro, ya con 151 goles en el club. Y agregó ‘tenemos unos h… tremendos’”. Lo demostraron.

Estamos frente a una Champions fantástica en juego y goles (altísimo 3,26 de promedio por cotejo). Solo en este cruce semifinal se dieron trece goles entre dos equipos grandes y muy parejos. Habla maravillas del nivel futbolístico que estamos viendo. Es posible que en un futuro pueda darse una exhibición similar desde lo técnico y estético, aunque difícilmente se superen la velocidad y la intensidad de este Inter-Barça, porque lo físico tiene un límite humano. Y si no se ha llegado a esa frontera, estamos muy cerca. (O)