Hay un momento en que un partido se rompe y entra en un torbellino en el cual el futbolista vuelve a ser niño, se olvida de las tácticas, del técnico que tiene al costado, de la charla técnica, de absolutamente todo; su alma, su mente y su vida se concentran en una sola cosa: tomar la pelota, llevarla hacia adelante, hacer gol y ganar ese encuentro que está disputando, que se ha vuelto loco de tanto ir y venir. No piensa, siente, no especula, da todo. Es el costado lúdico y maravilloso del jugador de fútbol, tan discutible en otros aspectos. Es cuando el marco excepcional de una final del mundo o en este caso una semifinal de Champions transforma el juego en un duelo de potrero, de patio de colegio donde nos transpiramos hasta mojarnos y rompernos los botones de la camisa y la corbata del uniforme, en un picado del potrero de la esquina con arcos marcados con piedras o palos, en un duelo de la empresa entre ventas y tesorería, en un desafío barrial a mil pesos por cabeza…