“Hay una degeneración del gusto”, se queja Ángel Cappa, refiriéndose al aspecto estético del fútbol. Cierto. Repasando las redes sociales, que han permitido pulsar el sentir del hincha, especialmente del hincha joven, se advierte un desprecio evidente por la belleza. Es generacional: agrada lo tosco, lo defensivo, hasta lo bruto. Si un zaguero pega y comete todo tipo de tropelías, genera idolatría: “A mí dámelo siempre”. Beckenbauer o Bobby Moore, que eran limpios y elegantes para defender, tuvieron suerte de actuar en los 60, en esta época hubiesen sido tratados de cándidos. Si gana el que propone jugar (ejemplo, Guardiola), se lo demerita hasta el límite de lo posible. “Gana torneítos”, “Es por la chequera”, “Que mire a Mourinho”. El vivo de la cuadra, el inteligente es el que juega mal, pero gana. La Biblia es el resultado.

Sin embargo, todo ese edificio de pensamiento se viene abajo cuando vemos un espectáculo como el Argentina 3 - Italia 0, que en rigor debió ser seis o siete a cero. Un recital que reivindicó al juego sudamericano, a su ancestral forma de sentirlo. Nuestra pasión por el fútbol deviene del sentido artístico que siempre le dieron los jugadores nacidos en este continente. No se trata de ser dogmático, hay diversas maneras de jugar bien; la fuerza, la potencia, la bravura son también una forma de belleza. Saber defender, tener un buen plan táctico es indispensable. Y sin presionar no se puede competir actualmente. Pero no hay expresión más sublime que el toque preciso con movilidad, el juego por abajo, el pase inteligente, la gambeta, el engaño, el rapto de inspiración, todo con espíritu colectivo y ofensivo. Y con gol. Porque sin coronar no está completo, es fútbol platónico.

Y los propios detractores del buen fútbol lo saben. Ejemplo claro es el hincha de Boca: confiesa su adoración por el empuje, la entrega, pero ubica en su pedestal a Riquelme, Maradona y Rojitas, tres exquisitos. En el alma del hincha no hay sitio para picapiedras. O sea, el valor estético está por encima de todo. El zaguero más amado por la Número Doce fue Julio Meléndez, un peruano que te quitaba la pelota como quien te roba la billetera en el subterráneo, sin que te enteres. El ídolo más grande de Estudiantes de La Plata en sus 117 años de existencia no es alguien que hacía piquetes de ojos, que demoraba el juego o pinchaba con alfileres, es Juan Ramón Verón, un genio que jugaba en puntas de pie y enhebraba gambetas colosales.

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La selección de Argentina celebró en Wembley un nuevo título oficial. Foto: ANDY RAIN

Pasa en todos lados. En Uruguay se enarbola la garra, que es seductora, por cierto, pero la garra sola no llena estadios, los llenan los Rubén Paz, los Francescoli, los Recoba, los Suárez, Forlan y Cavani, todos esos gigantes del diminuto país oriental. El ícono de Colombia es el Pibe Valderrama, el de Bolivia, Etcheverry, el de Perú, Sotil, Cubillas, Paolo Guerrero… Nadie recuerda a un pegapatadas. La encuesta más seria realizada en el periodismo deportivo brasileño (por la revista Placar) sobre el técnico más querido de la historia arrojó ganador -por demolición- a Telé Santana. No ganó ninguno de los cinco títulos mundiales de Brasil, a la gente no le importó. Telé era la generosidad total, les daba show de bola, mandaba el equipo al frente y a jugar. Los hacía sentir orgullosos de ser brasileños. A propósito: ¿Qué es “jugar al fútbol”…? Todos lo saben.

Hay, también, una manera argentina de jugar al fútbol. No siempre se da. O más bien, muy de tanto en tanto. Pero la hay. Intento recordar una Selección Argentina fuerte, bella y contundente y debe uno remitirse muy atrás en el tiempo, a la versión Basile.2, aquella de la Copa América 1991 o del Mundial 1994. Reunía la tres G del fútbol: ganaba, goleaba y gustaba. No obstante, esta del miércoles ante Italia ha alcanzado la más brillante interpretación de lo que en la Argentina se denomina “el gran fútbol argentino”, o “el fútbol que le gusta a la gente”. O sea: pelota a ras del piso, altísima condición técnica para manejarla, toque, dinámica, personalidad para sostener la posesión, vocación ofensiva, contundencia, presión de marca para recuperar y firmeza para defender, juego colectivo e individualidades. Todo aderezado con energía.

“El fútbol que le gusta a la gente” no se dio muchas veces, porque semeja a encontrar un filón de oro en la montaña. Seguramente se vio en los años 40 (nos lo contaron los mayores), luego en los 70 y un poco en los 90. Pero existe ese estilo. Y, cuando se da, disfrutamos en grande. Eso es etiqueta negra, doce años de añejamiento, el elixir de este juego, su máxima expresión. La satisfacción fue doble porque el baño de fútbol Argentina se lo dio a Italia, consagrado campeón de Europa hace apenas diez meses y que llegaba con solo 2 derrotas en sus últimos 44 partidos (porque ahora resulta que Italia no es nada). Qué esté en el Mundial o no es un detalle, en el Mundial estarán Túnez, Irán, Canadá, Ghana y otros que no son más que Italia. Y porque fue en Wembley, con los ojos del mundo viendo el festival. Para recuperar respeto y prestigio. Sin me dieran a elegir entre que Argentina juegue siempre así o que gane el Mundial jugando mal, elijo la primera opción, sin la menor duda.

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Exactamente siete días antes del baile argentino sobre la Azzurra, Kilyan Mbappé había declarado: “Argentina y Brasil no juegan partidos de mucho nivel para llegar al Mundial. El fútbol no está tan avanzado como en Europa”. Le patinó el embrague. Tal vez piense que el fútbol empezó ayer. Pero Brasil y Argentina están, de nuevo, a la par de los europeos, en condiciones de traer gloria de vuelta a Sudamérica. Ojalá pueda sumarse Uruguay a este tren de reivindicación. Desde luego, nadie puede garantizar que ganen el Mundial o mantengan su nivel de juego dentro de cinco meses y medio, pero jugando así hay mayor ilusión de que puedan hacerlo.

El Mundial es el torneo de mayor repercusión y entrega un reconocimiento eterno a quien lo gana, aunque está sobreestimado su nivel futbolístico. Sin ir demasiado lejos, el último lo ganó Francia, un correcto equipo del que no se ocuparán demasiado los libros de historia y al que no le cantarán los poetas. (O)