Nunca un mundial quedó tan identificado con un protagonista. Dejó de ser México ‘86 para convertirse en Maradona ‘86. Un Diego celestial entró de cabeza al olimpo del fútbol por aquel torneo y se situó al lado de Pelé en una ráfaga de genialidad. Años más tarde vendría Messi, pero esa es otra historia. Después de sus proezas ante Italia, Inglaterra y Bélgica, luego de recibir decenas de faltas de los coreanos y de su notable actuación frente a Uruguay, al 10 le quedaba una materia: Alemania. También la aprobó y se llevó el título que su talento y generosidad merecían.

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Fue la primera de tres finales que disputarían Argentina y Alemania. Las otras serían en Italia ‘90 y Brasil 2014. Y la primera se la quedó Argentina con justicia: 3 a 2, un resultado que le miente al desarrollo: Alemania no estuvo cerca futbolísticamente de Argentina en ningún momento. Esa final debió jugarse en El Campín de Bogotá, pero en 1982, en un discurso de 97 palabras, el presidente Belisario Betancur anunció oficialmente la renuncia de Colombia al torneo de 1986, que le había sido concedido. Había otras prioridades, dijo. Desde luego, abrir escuelas y hospitales, aunque nunca se divulgó la lista de escuelas y hospitales inaugurados gracias a dicha declinación. Y México, que está siempre con la red preparada, lo abarajó.

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Entonces fue el Azteca, el gigante del DF, el que arropó la gloria de Maradona, con 114.600 espectadores en sus faldas. Y, según FIFA, con 2.000 millones viéndolo por TV. Alemania llegaba de ser subcampeona en España ‘82, más por esa germana combinación de eficiencia y lucha que por excelsas virtudes con el balón. Cuatro años antes había sido claramente inferior a Italia, y ahora lo fue de la Albiceleste. El venerado Franz Beckenbauer, una suerte de papa en su país, fue el entrenador. Alemania llegó a la final tras un pobre recorrido: 1-1 vs. Uruguay, 2-1 a Escocia, 0-2 con Dinamarca, 1-0 a Marruecos, 0-0 y victoria por penales ante México y, en semifinales, 2-0 sobre Francia, la misma Francia a la que había derrotado en las semis de España. Y en la final no salió de esa medianía. Le quedaban varios soldados de la copa anterior y alistó a Schumacher; Brehme, Berthold, Jakobs, Karlheinz Forster y Briegel; Eder, Matthäus y Magath; Rummenigge y Klaus Allofs. Luego Rudi Völler sustituyó a un inexistente, invisible Allofs, y Dieter Hoeness a Félix Magath. El Káiser plantó una línea de cinco defensas, síntoma de que temía a Maradona. Tanto que dispuso de uno de sus mejores hombres —Lothar Matthäus— para hacerle marca personal por toda la cancha al Pibe de Oro. Lo mismo que había hecho, con buen resultado, Berti Vogts con Cruyff en 1974, aunque esta vez no funcionó: Maradona tuvo fuerte incidencia en el resultado.

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Luego de volver a ver las finales de 1966, 1982 y esta de 1986, nos resuenan las palabras de Hartmut Scherzer, fantástico periodista alemán galardonado por la FIFA por haber asistido a 16 mundiales: “Alemania ha tenido muchos talentos, incluso los de hoy, pero son buenos jugadores, no genios”. Eso nos queda luego de ver a Rummenigge, Matthäus, Magath y tantos otros renombrados. Solo Beckenbauer, Gerd Müller y Breitner están en los escalones altos.

Enfrente, Carlos Bilardo alistó a Pumpido; Cuciuffo, Brown, Ruggeri y Olarticoechea; Giusti, Batista, Enrique y Burruchaga; Maradona y Valdano. Sin 9 y prácticamente sin nadie de punta, porque Valdano retrocedía casi hasta medio campo. Pero con una franja media muy robusta, y en esa zona justamente prevaleció sobre Alemania. El médico que ganara fama en Estudiantes de La Plata siempre consideró que el campo de batalla real del fútbol está en el medio.

Es frecuente escuchar que Maradona jugó el mejor mundial de la historia, aunque no brilló en la final. El análisis exhaustivo lo desmiente. No hizo goles geniales, fue menos vistoso que en los juegos anteriores, pero gravitó, fue muy importante. Tocó 51 veces la pelota, con 36 positivos (buenas jugadas, toques precisos y profundos) y 15 negativos (bolas perdidas), y recibió 10 faltas, algunas duras. Su influencia fue decisiva hasta en eso: en el minuto 21, Matthäus lo cepilló de atrás, una entrada intimidante, y de ahí vino la apertura del marcador. Maradona se hizo cargo del tiro libre y puso la pelota en la cabeza de Brown, que marcó ante el arco vacío por una muy mala salida de Schumacher. Para completar, Matthäus fue amonestado por el cañazo, y a partir de allí perdió peso en el juego porque debió cuidarse. Un jugador muy normalito, Matthäus.

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Diego, además, en el minuto 84 puso el maravilloso pase entre líneas a Burruchaga para que este convirtiera el 3 a 2. Un toque de primera de un elegido. Y encaró siempre, complicó. ¿Ganó él solo el Mundial, como está instalado en el imaginario popular…? Rotundamente, no. Nadie gana solo: el fútbol es un juego de once. Sí fue la bandera que inspiró, el motor que impulsó la idea. Argentina era un equipo con una buena clase media: Burruchaga (el conductor del equipo) y Olarticoechea eran futbolistas extraordinarios, y luego había gente valiosa, como Ruggeri, Valdano, Brown, Enrique, Batista, Pumpido. Fueron muy solidarios y todos trabajaron en función de darle un entorno confiable al genio. Muy similar a lo que Argentina hizo en 2022 con Messi. Lo graficó Alexis Mac Allister recientemente: “Teníamos al mejor del mundo, sabíamos que si lo respaldábamos y lo hacíamos sentir bien en el campo, él nos podía sacar campeones”. Así fue. Y con Diego también.

“Las charlas en el vestuario eran tremendas, hablaban Passarella, Ruggeri, Maradona, Pumpido, Brown… Se dio una particularidad en esa selección: cada uno era capitán en su equipo de club, así que sobraba personalidad”, contó Ricardo Bochini. Tuvo una notable determinación la selección argentina, con mucho temperamento para marcar, presionar y cumplir el rol de cada uno.

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Por el contrario, Alemania careció por completo de creatividad, fue un equipo sin juego, sin asociación, sin chispa ni individualidades, incluso sin un líder. Uno de los finalistas más pobres que hemos analizado. En dos córneres servidos desde la izquierda, Alemania, que perdía 2-0, logró empatar en jugadas muy similares, con sendos cabezazos que cayeron en el punto del penal. El primero, usufructuado por Rummenigge (su único gol del torneo) y Völler. Pero enseguida llegó el tercero de Argentina en gran definición de Burruchaga.

El terreno del Azteca no estaba bueno: reseco, desparejo, un poco pelado en las áreas, a años luz de los campos actuales. FIFA aún no implantaba los jóvenes alcanzapelotas: si el balón se iba a la tribuna, el jugador debía acercarse y pedir que lo devolvieran, insólito. Y el brasileño Romualdo Arppi Filho tuvo una perfecta actuación, quizás demasiado severo con Maradona, a quien amonestó por una ligera protesta. No dio ni un minuto de tiempo adicional en ninguno de los dos tiempos. Así era entonces.

Detrás de uno de los arcos ondeaba una inmensa bandera blanca y celeste con la leyenda “Perdón, Bilardo”, que se hizo famosa. Como había sucedido con Enzo Bearzot en 1982, la prensa argentina había sido cáustica, casi cruenta con el técnico hasta llegar a México. La realidad es que las críticas estaban justificadas: Argentina era un espanto. Pero fue llegar al Mundial, ganar el partido inicial a Corea del Sur y enderezar el rumbo. Ahí el equipo interpretó la idea de Bilardo, consolidó su juego, se hizo compacto atrás, estaba muy fuerte de la cabeza y el resto fue obra de Maradona. Suele pasar con las selecciones grandes. Corrigen el rumbo rápido.

No era un momento brillante del fútbol mundial. Maradona le dio luz.

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