La televisión era un bebé que daba sus primeros pasos, pero en las borrosas imágenes del Mundial 62 sobresalía, nítido, un zurdo brillante, de lujoso desplazamiento, punzante y con temible remate… de derecha. Venía a la carrera y le daba fuerte y colocado. Era Bobby Charlton. Le hizo un golazo de unos 25 metros a Argentina, cuyos jugadores semejaban percherones aprontando con un pura sangre: iban varios cuerpos detrás. Cuatro años después, el Mundial de Inglaterra confirmó su alta clase internacional. Marcó los dos tantos del 2-1 a Portugal para llevar a su selección a la final. Y en 1968 lo vimos debatirse ante esa maquinaria astuta y marrullera que era Estudiantes de La Plata.

Tenía una característica de Messi: daba muchos pases gol, pero también anotaba seguido. Por décadas fue el máximo artillero histórico del Manchester United con 249 goles en 759 partidos, más 49 para Inglaterra. Y, como Leo, arrancaba muy de atrás, del medio campo. Gambeteador elegante, siempre erguido, fue uno de los ambidiestros más célebres: la llevaba con la izquierda, pero sacaba cañonazos teledirigidos con la diestra.

Tanner Milburn fue un arquero muy conocido en Ashington, pequeño pueblo minero del norte, en la frontera con Escocia. Tuvo cinco hijos: Jack, George, Cissie, Jim y Stan. Los cuatro varones siguieron sus pasos y cumplieron largos recorridos como profesionales de la pelota: Jack, George y Jim en el que sería el club familiar, Leeds United. Stan en el Chesterfield y el Leicester.

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Pero quien más pasión sentía por la número cinco era Elizabeth, llamada Cissie. Lejos de las muñecas, jugaba a las bolitas, se mezclaba en los picados con sus hermanos y era, cuentan las biografías, la más traviesa y escurridiza. Gambeteaba tan bien como los varones, saltaba a cabecear y soñaba con hacer goles. “Mil veces maldije haber nacido mujer, pues de lo contrario habría jugado profesionalmente”, confesó sonriente, una mujer locuaz, enérgica y extrovertida. En esos partiditos participaba también el primo de ellos, Jackie Milburn, quien sería la máxima estrella familiar durante años. Centrodelantero grandote y bravucón, Jackie se convertiría en un notable goleador del Newcastle y la selección inglesa. Dos estatuas lo perpetúan, una próxima a St. James’ Park, estadio de las Urracas, y otra en Ashington, pues Jackie era el héroe del pueblo.

Cissie sorprendió a todo el clan Milburn al ponerse de novia con un muchacho minero que no sentía la menor atracción por el fútbol: era Robert Charlton. “¿Qué le ha visto…?”, se preguntaban en la casa. Robert gustaba del box y la lucha libre. Vivían en una humildad espartana y, a poco de casarse, tuvieron dos niños que al abrir los ojos ya respiraban el olor a cuero y a linimento de los botines y las medias de sus tíos: el mayor, Jackie, y el menor, Bobby. Los Charlton que el 30 de julio de 1966 levantaron la corona de campeones del mundo con Inglaterra y llevaron a la dinastía familiar al plano universal. Hay una foto célebre de Cissie, radiante, mostrando un cuadro en la sala de su casa en el que se ve a sus dos hijos con la casaca inglesa, antes de un juego del Mundial 66. Eran su orgullo y también la obra de su tenacidad y su pasión.

Cissie contaba a los periodistas que, de bebés, ella asistía a los partidos en Ashington y los dejaba en el cochecito, detrás del vestuario. Cuando se escuchaba el rugido de los hinchas tras un gol, los pequeños se sobresaltaban pegando un salto. Luego, cuando tenían 11 y 10 años, les daba unas monedas para el bus y un refrigerio y ellos iban solos a Newcastle (a 24 km) cada dos semanas a ver los partidos del tío Jackie. “Eso era lo máximo”, recuerda Bobby. “Intentábamos ponernos lo más cerca del campo para ver a nuestro tío, que era el ídolo de los hinchas”.

El mayor de los chicos Charlton, jovial como su madre, bromista a más no poder, se vino un gigantón (medía 1,91 al llegar a Primera División; le apodaron Jirafa), pintaba para zaguero y cumplió con el mandato de la parentela: fichó en el Leeds, del que sería una leyenda. El jugador con más partidos en el club -773- y 19 años como figura estelar en la época de gloria de los blancos, con los que ganó casi todos los trofeos posibles. Debutó a los 17 y se retiró a los 36, no se calzó otra camiseta. Luego sería amado en el fútbol irlandés como entrenador, al llevar a la selección verde por primera vez a una Eurocopa (1988) y dos mundiales (1990 y 1994) con gran suceso. Jackie Charlton representó la firmeza, el temple de su gente y fue galardonado con la Orden del Imperio Británico.

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Sin embargo, había una octava perla en el collar de los Milburn-Charlton, la cual entraría en la leyenda de los rectángulos: Robert, un chico tan excepcionalmente tímido que, pensaron, le faltaba alguna tuerca. Nunca hablaba. Pero escuchaba a sus tíos, primos, abuelo, y ya venía con el gen futbolero. Bobby tenía apenas 10 años cuando empezó a deslumbrar a los profesores en tanto integraba el equipo de la escuela. A partir de allí se corrió la voz de que el benjamín de los Milburn-Charlton jugaba mucho.

Un señor Hemingway, que lo veía jugar a nivel escolar, escribió a Matt Busby, el famoso mánager del Manchester United, diciendo que había un muchachito en el condado de Northumberland que “deleitaba con su juego”. A Busby le pareció serio; envió un ojeador a verlo, Joe Armstrong, y aunque ese día Bobby no descolló como le era habitual, Armstrong quedó satisfecho. Habló con Cissie y fue al punto: “No quiero hacerle la rosca, señora, pero su hijo jugará en la selección inglesa antes de los veintiún años”. Sin embargo, no era el único con el dato, un aluvión de emisarios se allegó a la casa de los Charlton para reclutarlo. Papá Bob estaba siempre en la mina, y de fútbol había que hablar con la madre. Como le habían dicho que Bobby era bueno, pero un tanto lento, ella se encargó personalmente de entrenarlo. “Me lo llevaba al parque y le ordenaba carreras rápidas de veinte y treinta metros, una y otra vez. No sé si sirvió de algo, pero consiguió la gorra de la selección inglesa”, contaba la decidida mamá. Jackie sí había salido a ella, en cambio a Bobby había que empujarlo.

Armstrong iba a verlo en todos los partidos escolares para acercarse a la familia y convencerla, pero las autoridades educativas eran remisas a dejar entrar a ojeadores, alertas porque muchos de ellos buscaban hacer negocios con los chicos más destacados (ya en 1953). Cuando querían impedirle la entrada decía: “Soy su tío, el tío Joe”. Y para mostrar mayor credibilidad se hacía acompañar por su esposa, “la tía Sally”. No obstante su estrategia, no le fue fácil: “Venían los ojeadores todos los días, a veces había uno en la sala y otro en la cocina -evocó Cissie-. Dieciocho clubes querían a Bobby y me prometían hasta la luna. Un delegado me ofreció 800 libras, otro decía tener 550 libras en el maletín”. Un dineral en aquel tiempo. Sin embargo, la insistencia de Armstrong tuvo premio, lo llevó a Mánchester y lo alojó en la pensión del club. Tenía 15 años. Al cumplir los 17 debutó en Primera marcando dos goles y a partir de allí fue lo que fue: sir Bobby Charlton, el más grande futbolista inglés de todos los tiempos.

Este cronista tenía 11 años cuando lo vio por primera vez y quedó deslumbrado con ese zurdo semicalvo que se deslizaba como en patines. Este sábado cumpliría 88 años. (D)

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