Fue como una de esas voleas en los picaditos de playa, cuando uno le entra con todo a la pelota, salga como salga, total no romperá ningún vidrio ni se va a la calle, a lo sumo cae al agua y las olas la devuelven enseguida. O pica en la arena y se frena. Esas bolas que vienen de aire y uno siente la irresistible tentación de darle con todo, pase lo que pase, vaya donde vaya. Eso sintió Marco van Basten el 25 de junio de 1988. Se olvidó de su maldito tobillo, el que casi le arruinó la vida, y le entró de lleno con el alma, como en el campito, cuando era chico y jugaba con sus amigos a ver quién la mandaba más lejos. Sólo que estaba en un partido en serio, en la final de la Eurocopa…