Recorriendo la biblioteca hallamos un libro insospechado, del año 2005: el del centenario de Central Español, obra de los amigos y colegas Marcelo Decaux, Luis Inzaurralde y Jorge Señorans.
Central es uno de esos deliciosos clubcitos uruguayos cuya única gloria es seguir compitiendo, y que han dado al fútbol cuatro o cinco fenómenos. Entidad pequeña, con aroma de barrio, plena de maravillosas historias futboleras.
Esos clubcitos que, cuando uno entra, están las camisetas secándose en el patio, un perro en la puerta del vestuario, el masajista cebando mate y el ruido de los tapones de los muchachos que salen para entrenar. El sol y la quietud de una mañana cualquiera confieren a la escena un toque de maravillosa sencillez.
En rigor es Central Fútbol Club, pero en 1971 firmó un convenio con la oficina de migraciones de España que le garantizaba un ingreso de dinero para subsistir y, a cambio, agregó a su nombre el “Español”. Al poco tiempo el acuerdo perdió conveniencia y llevan años viendo la forma de quitarle el gentilicio y volver a ser Central, nomás, como antes.
El nombre surgió por su proximidad con el cementerio Central de Montevideo. Su modesta cancha hoy está situada frente al estadio Centenario, lejos del barrio de origen. Ahora está en la mala, participando en la primera división amateur, tercera categoría del fútbol de Uruguay, pero supo ser un cuadro bravo y en 1984 dio el campanazo al coronarse campeón de primera, mirando por el retrovisor a Peñarol y Nacional. Mérito enorme porque venía de ganar el ascenso. De ese equipo surgió Obdulio Trasante, zaguero de garra sin par, la quintaesencia del futbolista charrúa.
De Central salió Juan Delgado, el Negro Juan, famoso centromedio de los años 10 que jugó -y ganó- el primer Campeonato Sudamericano, en 1916, en Buenos Aires.
En el primer partido de la historia de la Copa, Uruguay goleó a Chile 4 a 0 y los delegados chilenos lo protestaron por secretaría “por la inclusión, en Uruguay, de dos profesionales africanos”. Los “africanos” eran dos negros renegridos: Juan Delgado e Isabelino Gradín, descendientes de esclavos afro, pero más uruguayos que Artigas.
El Negro Juan era crack, según mentas. Fue el tercer jugador extranjero de Boca. El ansia boquense de conquistas lo hizo fichar en 1914. Pese a ello, Juan nunca se fue del barrio Palermo. Vivía allí, viajaba los sábados a Buenos Aires para calzarse la azul y oro y se volvía a Montevideo en el primer buque que alcanzaba.
Era el Vapor de la Carrera, que salía a las 12 de la noche de Buenos Aires y llegaba a las 7 de la mañana a Montevideo cruzando el gigantesco Río de Plata. Delgado luego pasó a Peñarol y, al retirarse, fue por muchos años el utilero del equipo. Al pensionarse lo sucedió su hijo Jorge. Y al jubilarse este, tomó la posta el nieto, otro Juan Delgado. Fácil, ochenta años alistando botines y camisetas los morenos.
En los tiempos pioneros el fútbol era amateur, no se pagaba pase por los jugadores y estos eran libres de fichar donde querían. No había tanto reglamento. Para cambiar de club, los tentaban con un trabajito liviano, alguna ropa nueva, irse a vivir a un barrio mejor. Pero pocos lo hacían, los muchachos permanecían en un cuadro por fidelidad.
Y si se mudaban de colores debían justificarlo muy bien, estaba en juego la lealtad, el honor. Además, siempre se defendía al club del barrio donde moraban. Ante un cambio sobrevolaba la palabra traición. Cuando Juan ya brillaba en el medio juego de Central, Peñarol lo pretendía.
-Si me voy de Central, en Palermo me matan -se excusó él. Palermo es el barrio (entonces malevo) de Central. Peñarol preparó un plan: lo mandó raptar. Una estratagema. El jugador desaparecería y lo tendrían guardado hasta el instante mismo de comenzar el campeonato. Una vez que empezaba jugando para un equipo, ya no podía cambiarse a otro.
Se lo llevaron (con la anuencia del Negro) y lo escondieron en los fondos de un bar. Pero Central tenía gente curtida del bajo fondo. Se enteraron de la maniobra y averiguaron dónde lo escondían.
Le encargaron el rescate al guapo Antina, un sujeto de lo más representativo del malevaje montevideano, que dormía más en la comisaría que en su casa. Se cuenta que muchas veces, corrido por la policía, saltaba el paredón del cementerio y se escondía adentro de un nicho “hasta que pasaba el peligro”.
Antina era cuchillero. Fue caminando con varios pesados como laderos, entró al bar y lo vio al Negro Juan con un traje nuevo, muy a gusto, tomando copetines. Ya lo habían endulzado los de Peñarol. Antina dio un paso al frente y los captores otro. En medio de la tensión de la escena, mirándolo fijo a él, dijo con tono grave:
-Negro, vamo’ pa’ casa.
-El Negro es libre y se queda donde le dé la gana -intentó contradecirlo alguien desde atrás del mostrador. Delgado no temía, pero tampoco hablaba. No era con él, era por él. El tira y afloje tuvo un par de vueltas más. Hasta que Antina amenazó:
-Juan se viene con nosotros o acá morimos tres o cuatro.
Siendo así no hay más que hablar… Delgado devolvió el traje, tomó sus cosas y enfiló con la caravana de vuelta al barrio. Esa temporada siguió jugando en el cuadrito rojo, azul y blanco. Al año siguiente, los mirasoles repitieron la maniobra del secuestro y ya los de Central se aburrieron y lo pasaron a pérdida.
-Dejálo al negro vendido ese…
Efectivamente, a fines de 1917 Juan Delgado pidió pase para Peñarol y se fue para siempre de Central. Lo tentaron con dos tortas y una mejora en su empleo municipal; era peón en el cementerio. La historia nos la refirió Diego Lucero, inolvidable y genial escriba uruguayo que había sido jugador de Nacional en los años 20 y lo enfrentó. Diego nos honró con su amistad.
De Central, como de todos esos clubcitos pletóricos de sueños y necesidades, surgieron varios cracks. Uno de ellos, el célebre Walter Gómez, ídolo de River, cuya hinchada cantaba “la gente ya no come por ver a Walter Gómez”. Otro fue campeón del mundo: Víctor Rodríguez Andrade, lateral izquierdo uruguayo en la tarde del Maracanazo. Cuenta Víctor en el libro del centenario:
-Antes de la final aquella hubo un hecho que me tuvo decaído. Todos recibieron cartas menos yo. Entonces, el Cotorra Míguez, que me vio tristón, me dio una bolsa de bombones que le había mandado la novia. Me dijo: “Tomá, esto te lo trajo Valentini, te lo manda una admiradora”. Yo quedé feliz de la vida y entré a jugar contento. Pero apenas terminó el partido, lo primero que hizo Míguez fue sacarme los bombones y decirme la verdad.
La anécdota sola vale todo el libro. Víctor, afrodescendiente también, era muy amigo de Obdulio Varela. Ofrendó otro relato maravilloso de aquella inmortal victoria sobre Brasil por 2 a 1 en 1950.
-El gol brasileño fue fuera de juego. Lo vi bien y protesté. Incluso el línea levantó la bandera. Se me acercó Obdulio: “¿Qué pasa, Víctor?”. Fue offside, le dije. Obdulio agarró la pelota, discutió con el árbitro, hizo entrar al intérprete, demoró y acalló la euforia del público. Cuando ya todo se había enfriado, nos dijo: “¡Vamos, que a estos japoneses les ganamos!”.
La expresión “japoneses” en el Río de la Plata no es despectiva hacia los nativos del Japón, alude a que “son todos iguales”, no hay un distinto, un destacado. O sea, son normales y se les puede ganar. (O)