No hubo tiempo de acomodarse ni de ir al baño o de abrir una cervecita, dio el pitazo inicial Wilmar Roldán y ya era vértigo, ataque, contraataque, trabadas bravas, centro al matadero que eran las áreas, corridas a puro forcejeo y pechazo, pero también afán ofensivo. Todo rociado con el agua del temporal que azotó Buenos Aires durante cuarenta y ocho horas y que agregó dramatismo a la escenografía. A los cinco minutos ya se vio que era un partidazo, a los siete minutos ganaba Racing, a los 14 empató Peñarol con un tremendo cabezazo de Herrera. Luego fue un volcán de emociones que, con añadidos, duró cien minutos justos. A los 94 llegó el 3 a 1 final para Racing con un cabezazo matador del zaguero Franco Pardo que guillotinó la ilusión carbonera. Un cabezazo llegando de atrás que fue un fusilamiento para el arquero chileno Bryan Cortés. Hasta ahí iban a penales, el cabezazo los dejo de lado.

Ya podemos arriesgar que fue “el partido de la Copa”, aunque falten muchos. “Está seguro entre los cinco mejores del año contando Europa, Mundial de Clubes, todo”, dice Leandro Rodríguez, periodista de Bitbol. Tuvo la épica de Racing, la valentía de Peñarol, el ritmo sostenido de los dos hasta que cayó el telón, vibración en cada momento del juego. Fieras los racinguistas, leones los peñaroles. Bellísimo duelo.

La belleza tiene muchos rostros. Esta de la garra, de la entrega total, de poner lo máximo en cada pelota, en cada salto, es también una forma de hermosura. Cuando lo emocional cobra tal intensidad, se pierden los papeles tácticos, pero se gana en espectáculo. El futbolista vuelve a ser amateur, no piensa, siente. No especula, deja el cuero. Es el costado lúdico y maravilloso del jugador de fútbol, tan discutible en otros aspectos. Es cuando el marco excepcional de una final del mundo o en este caso de una parada entre guapos se desordena para bien y el ansia transforma el juego en una guerrilla, en un duelo de patio de colegio donde nos transpiramos hasta mojarnos y rompernos los botones de la camisa y la corbata del uniforme; en un picado del potrero de la esquina con arcos marcados con piedras o palos, en una topada barrial a mil pesos por cabeza… Ya no hay pizarrones ni flechitas ni mandatos tácticos. Es todo adrenalina, meter, meter y no aflojar. Fueron gladiadores todos.

Cuando un partido emociona al hincha neutral, ese partido es bueno. Eso pasó. Fue, además, una batalla rioplatense, con el carácter y la actitud como nos gusta y cómo entendemos el fútbol en el Río de la Plata: jugando, pero también metiendo. Siempre decimos que el futbolista rioplatense, cuando tiene cerca el objetivo, se convierte en lobo, ya no quiere perder. Sabe cuando el hincha le pide que lo represente, que no recule por nada. Que hay que jugar por el escudo, por la gente, por la camiseta. Éste era ese partido, para ambos. Por eso llegaron miles de aurinegros en auto, en barco y en avión. Por eso la multitud académica. Esto no extraña, lo decía el Gallego Títolo, viejo y caracterizado fana de la Guardia Imperial: “Racing estrena utilero y llena la cancha”. Así es de querendona la hinchada de la Academia.

Nos pareció volver a 1967, a los ’70 u ‘80. Racing-Peñarol protagonizando una refriega como las de aquellas copas legendarias del pasado. Que mejor no vuelvan, aunque tenían su encanto, el de la fogosidad. Racing abarrotó el Cilindro y le dio a su pueblo celeste y blanco una alegría de las grandes, una fiesta para el corazón y la memoria, de esas en que se vuelve de la cancha caminando entre la multitud sonriente y comentando cada lance del partido. De esas noches que sirven de imán para muchas otras y mantienen la fidelidad del hincha, su orgullo. Racing desempacó lo mejor de su tradición, se pareció al Equipo de José, aquel de 1966 y ’67 que ganó todo con Cejas, Perfumo, Basile, Maschio, el Panadero Díaz, el Chango Cárdenas… Un equipo que te llevaba por delante, te metía contra el arco por fervor, corriendo, metiendo, tirando centros y terminaba ganando por ambición y empuje. Les doblaba el brazo a los rivales.

Este Racing de Gustavo Costas se vistió de aquel equipo de José Pizzuti, fue un calco perfecto y mandó a la lona a un macizo y virtuoso Peñarol: 3 a 1 y a cuartos de final. Quedó una sensación: con cualquier otro rival, Peñarol pasaba de ronda; se topó contra un Racing muy determinado, muy fuerte de la cabeza.

Peñarol había vencido en la ida 1 a 0 en un choque bravo, áspero, de mucha pierna fuerte (sobre todo de Racing). La estrechez del resultado y la revancha en Avellaneda dejaban abierta la posibilidad de darlo vuelta y le ponían picante al compromiso, lo definían más como encontronazo que como encuentro. Por eso la expectativa previa. Se potenció una rivalidad que no tiene demasiados antecedentes, apenas una vez se midieron por Libertadores, en 1997, ganaron un juego cada uno y pasó Racing por penales. La Academia, de pésimo arranque en el torneo local, se jugaba el resto en la Copa. Y salió a beber vientos, a atropellar con toda la tropa. Le tiró la caballada encima al gigante aurinegro. El clima que generó la tribuna local condimentó el plan de ir a buscarlo con todo.

Racing alcanzó un 69% de posesión, sin embargo no generó más situaciones de gol que Peñarol, que, de contra, tuvo varias buenas para anotar. Los de Costas arrasaron por las puntas con sus dos carrileros, el uruguayo Gastón Martirena por derecha y Gabriel Rojas por izquierda. Peñarol no supo taparlos en ningún momento y lo apabullaron con centros todo el tiempo. Una jugada marcó el partido: el penal que significó el 2-1 y que le daba a Racing la posibilidad de, al menos, ir a los penales. Muy protestado por Peñarol. En uno de los tantos entreveros en el área, el zaguero Emanuel Gularte empujó desde atrás al goleador Adrián Martínez, que cayó aparatosamente y el juez colombiano Roldán sancionó penal. El mismo Martínez, que ya había marcado el primer, convirtió el segundo. Iban 83 minutos. Fue un penalcito, sí, pero cobrable. Tras empujar, el zaguero oriental simuló, se tiró al suelo fingiendo una caída producto de un choque y, desde el suelo, miró de reojo al referí, la mirada del que está en falta. Un síntoma claro: sabía que había cometido un error. En el área nunca hay que empujar ni jugar con los brazos. Generalmente se paga con penal.

Entre ese minuto 83 y el 98 pasó de todo. Hubo varias llegadas netas de Peñarol salvadas agónicamente por la defensa de Racing. Y al minuto 94 ese cabezazo de Pardo llegando de atrás que los racinguistas nunca olvidarán. Por personalidad, por espíritu y decisión, Racing está para llegar alto (le toca Vélez en cuartos). Peñarol tenía todo el derecho del mundo de soñar con su sexta copa: muy buen equipo, con el alma de los viejos Peñaroles, aquellos de Goncálvez, Caetano, Forlan, Spencer, Joya, Sasía, los que escribieron sus glorias mejores.

No pensábamos escribir de un octavo de final de Libertadores, nos pusimos a ver por ver, pero este extraordinario Racing 3 - Peñarol 1 nos obligó. No nos dejaron parpadear. Enhorabuena. (O)

Electrocables Barraza

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