Les pasa a todos: cuando uno va al Museo del Louvre lo primero que pregunta es dónde está La Gioconda. “A la derecha, primer piso, Sala de los Estados”, dice una señorita plurilingüe. Y hacia allá salen bandadas de turistas casi corriendo, subiendo los escalones de a tres. Llegan y se paran frente a ese cuadro en realidad mucho menos grande de lo que se supone antes de verlo por primera vez. Apenas 77 centímetros de alto y 53 de ancho. Pero es por lo que se paga la entrada. Cuando está frente a ella -esa dama de edad difusa y mirada sugestiva- nadie piensa si Da Vinci era buen padre, buen hijo o buen esposo, si se emborrachaba en la taberna hasta caer al suelo o si se gastaba el dinero en prostitutas; repara en su obra, en lo que dejó a la humanidad. El hombre, imperfecto, ya fue; su carne se corrompió y desapareció. Y si se emborrachaba, bien por él. Queda su producción, su talento, su sensibilidad artística. Lo mismo vale para tantos genios que nos legaron creaciones, inventos, pensamientos, vacunas, alegrías que mejoraron la existencia humana.


















