“Cada futbolista tiene su propio estilo. Lo mismo sucede con los analistas de fútbol. Algunos son provocadores, otros son escandalosos, y los hay que intentan quedar bien con todo el mundo… Cuando analizo un partido, lo observo más como entrenador que como jugador. Sin embargo, muchos aficionados tienden a mirarlo como espectadores. Es algo natural, pero ahí es donde radica la diferencia entre ver un partido y mirar la pelota”. Así comienza Ruud Gullit su libro Cómo leer el fútbol, un compendio de su pensamiento futbolero que nos atrapó porque es la mirada de un grande de este juego. Después de su brillante campaña en los rectángulos y de un breve y no fructífero paso como entrenador, el todoterreno holandés se dedicó a desmenuzar los partidos por televisión para la cadena británica Sky Sports. Desde esa función publicó esta obra, una mezcla de su biografía, sus memorias y sobre todo su visión del juego, con imperdibles remembranzas, desde luego.

“Cualquiera puede ver los errores, pero la cuestión es saber por qué se producen. ¿Dónde y por qué fallan los equipos? Muchas veces la culpa no es de quien comete el error, como el último defensa o el portero, sino que empieza mucho antes. No todo el que mira una pantalla puede darse cuenta de eso. Y ahí es donde entra el analista, señalando cosas poco evidentes, pero que tienen una influencia en el desarrollo del partido. También trato de explicar cómo se podían haber evitado los errores y lo hago sin buscar cabezas de turco. Soy crítico, pero sin faltar el respeto a nadie. No hay ninguna necesidad de apuntarse tantos ante los medios a base de descalificaciones”, dice quien fuera un sex simbol deportivo con su peinado de rastas, su figura exuberante en la época que los pantalones cortos eran muy cortos y Gullit lucía sus muslos cachondos. Los hombres lo aplaudían, las mujeres suspiraban por el hijo de un inmigrante de Surinam y una holandesa.

Gullit puede hablar con propiedad de muchas facetas del juego, pues, como pocas estrellas, se desempeñó con acierto en diversas posiciones. Quedó en las retinas como un goleador importante, sin embargo, pocos saben que comenzó como zaguero centro (mide 1,90). También jugó como centrocampista defensivo y ofensivo (se lo recuerda en el Milan con el 10 en la espalda), de lateral derecho y, muy especialmente, como extremo por ese mismo lateral. Reseña en el libro cómo en sus comienzos en el modesto y ya desaparecido Haarlem, el técnico inglés Barry Hughes lo hizo debutar en el primer equipo en 1979 con 16 años como defensa central. “Yo era el John Terry del equipo”, dice. Pero un año después el nuevo entrenador Hans van Doorneveld le ordenó ir arriba de todo: “Me puso de delantero centro, una posición en la que no había jugado nunca. Con mi fuerza y velocidad no tardé en adueñarme del puesto. Marqué un montón de goles. No me costaba adaptare a nuevas situaciones. Todavía hoy no sé por qué”.

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Cuando analizo un partido, lo observo más como entrenador que como jugador. Sin embargo, muchos aficionados tienden a mirarlo como espectadores.

Allí en el Haarlem logró el campeonato de 2ª. División en 1981 y en 1982 un boleto a la Copa UEFA con Gullit como superhéroe. Eso le valió que lo llamaran a la selección Holandesa con 18 años y que lo fichara el Feyenoord, donde el destino lo juntó con Johan Cruyff. “Él había dejado a su amado Ajax y se unió a nosotros en Róterdam –evoca Gullit–. El Feyenoord fue mi primer gran club de verdad. El año inicial jugué de puntero izquierdo y a veces de centrocampista. Pero al llegar Cruyff me dijo que fuera como extremo derecho. Yo ya estaba acostumbrado a ir por el centro, pero sus deseos eran órdenes. A partir de su llegada, ya no fue el entrenador Thijs Libregts, sino Cruyff, el jugador, quien dictaba las tácticas y posiciones del equipo. Sabía dónde colocar a los jugadores y nunca dejaba de hablar, dentro y fuera del campo. Teníamos un lateral izquierdo, Vermeulen, que podía esquivar a los defensas, pasar el balón y marcar con frecuencia. Pero se le pedía demasiado y al final salió del equipo. Cruyff lo reemplazó con Stanley Brard. Cuando teníamos el balón no tenía que hacer nada, pero cuando lo perdíamos era Brard quien se encargaba de arreglarlo todo para Cruyff”.

Lograron la liga con el Feyenoord y fue objeto de una segunda transferencia, esta vez al club de la Philips, el PSV. “Mi traspaso causó indignación, como lo hizo después el del PSV al Milan. Me tildaron de interesado. Me lo había anticipado Cruyff: Así fue. No era que el PSV quisiera ganar el campeonato, era obligatorio. Y esa responsabilidad recaía en mí”. Para mejor, Gullit era de Ámsterdam y habían pagado por él 1’200.000 florines, unos 650.000 dólares, una locura para 1985. “Me cargué toda la responsabilidad, tenía tantas ganas de ganar, de ser campeón, de cumplir con las expectativas, que me involucré en los detalles más insignificantes. Hasta hice cambiar el equipamiento del equipo”. Pero le fue maravillosamente bien. Nunca hizo tantos goles: 46 en dos temporadas, en ambas fue campeón y al cabo de la segunda fue nominado el jugador del año en Holanda y recibió el Balón de Oro de France Football como mejor futbolista europeo.

Esto significó un nuevo pase: al poderoso Milan, en tiempos en que el Calcio era la meca del fútbol. Ni Inglaterra ni España ni Francia ni Alemania, Italia los resumía a todos. El club rossonero contrató a Arrigo Sacchi y formó un trío de oro de holandeses: Ruud Gullit, Marco van Basten y Frank Rijkaard. Los tres descollaron y el Milan deslumbró. Ganaron tres Scudettos, 2 Copas de Europa, dos Intercontinentales… Ello obligó al Inter a contratar otro trío, pero de alemanes: Andreas Brehme, Lothar Matthäus y Jürgen Klinsmann. Tiempos en que el Inter y el Milan armaban escuadrones, se batían por el título y no era simples admiradores de la Juventus como son ahora. De cuando el Milan no salía a aplaudir al Real Madrid, como hoy, sino a aplastarlo. Lo goleó 5 a 0 en la semifinal de 1989 y los tres holandeses anotaron.

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Antes de ello, los tres habían conquistado la Copa de Europa con Holanda en 1988. En la final ante Unión Soviética, Gullit abrió el marcador con un bombazo que erizó a la multitud congregada en el Olympiastadion de Múnich.

Allí le adosaron el apodo de el Tulipán Negro. Aún fungía en el banco Rinus Michels. Ya no era la Naranja Mecánica de Cruyff, Neeskens y Van Hanegem, pero el fútbol holandés causaba admiración en el mundo y una de sus piedras preciosas era este moreno de goles batistutescos, plenos de una fuerza devastadora y de una agilidad extraña pese al metro noventa y el porte gigantón.

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“Siempre me gustó el buen fútbol y el espectáculo, pero la victoria está por encima de todo y para ello hay que dar máximo y hacer lo que fuera necesario”, resume su pensamiento...(D)