Al pretencioso periodismo del deporte de hoy (especialmente el de TV y radio, menos unos pocos, obviamente), lleno de figuritas de farándula con facha de gabinete barato, de presuntos sabios de estrategias que los lleva a creerse directores técnicos antes que analistas de lo que ocurre dentro y fuera de las canchas; de copiadores de términos y acentos rioplatenses; de magos de una charlatanería tacticista que emborracha y ayunos de cultura general y deportiva, vale recordarle que antes, mucho antes, nuestra profesión se nutrió de caballeros de hondo espíritu cívico, de intelectuales de cultura universitaria que, igual que en el deporte, brillaron en sus profesiones, al punto que fueron y siguen siendo un orgullo del Guayaquil de siempre.

Cuando nuestro deporte empezaba su fase organizativa moderna bajo la conducción del llamado Padre del Deporte Ecuatoriano, Manuel Seminario Sáenz de Tejada, surgió como una pluma señera Francisco Rodríguez Garzón, un maestro del periodismo. Su labor se inició en 1910, cuando escribía para el periódico La Voz de Imbabura. En 1915 fue a estudiar Química y Farmacia en la Universidad Central de Quito, donde se vinculó con el periodismo, antes de recibir el doctorado. En 1921 fundó y mantuvo el periódico Evolución, en Latacunga.

Ese mismo año llegó a trabajar en Guayaquil. En 1922 convenció a José Abel Castillo, principal de El Telégrafo, que era necesario que el diario de entonces, con apenas cuatro páginas, debía publicar una pequeña sección deportiva cultural: un problema de ajedrez con explicaciones de la solución al día siguiente. El joven otavaleño, farmacéutico de profesión y escritor deportivo entonces, inició su colaboración con El Telégrafo escribiendo sobre ajedrez y firmando con el seudónimo de Capa Verde.

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Un año más tarde, después de haberse fogueado comentando todos los escasos deportes que por entonces se iniciaban en nuestra ciudad, Rodríguez Garzón dejó de ser colaborador espontáneo del diario, a cuyas filas ingresó contratado, y debutó comentando la pelea entre el argentino Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey, que radio El Telégrafo retransmitió desde Nueva York el 14 de septiembre de 1923.

La idea de una página dedicada exclusivamente al deporte, las primeras en el diarismo del país, fue compartida por EL UNIVERSO y El Telégrafo. En nuestro Diario figuraba como director y único periodista rentado un intelectual muy recordado: Rodrigo Chávez González, historiador y escritor costumbrista. En el otro periódico estaba Rodríguez Garzón. Los dos escribieron sobre el épico Escudo Cambrian. En El Telégrafo las notas de sus páginas contaban con el apoyo de Benjamín Carrión, una de las cumbres de nuestra intelectualidad, revelado como estupendo cronista deportivo.

Rodríguez Garzón, ajedrecista, atleta y levantador de pesas en su juventud, fue un luchador por los derechos de Guayaquil cuando el centralismo pretendió borrar al voluntariado para entregar el deporte a la burocracia estatal, tal como ocurre hoy con la Ley del Deporte. Fue secretario de la Federación Deportiva Nacional del Ecuador y presidente del Panamá S.C. Fundó y editó la revista Olympia, en cuyas páginas criticó a la Federación Deportiva del Guayas por no transparentar las cifras de la construcción del coliseo Huancavilca en 1934, lo que le costó su expulsión, medida que fue revocada ante la protesta unánime de los guayaquileños.

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Una de las producciones periodísticas más recordadas fue la revista sabatina Semana Gráfica, de El Telégrafo, donde cada semana aparecía una página de Rodríguez Garzón que, insinuamos al Municipio, debe ser editada en forma facsimilar porque condensa la historia de la grandes figuras del deporte guayaquileño entre 1931 y 1937. La más famosa fue la nota dedicada a Pancho Segura en 1935, la primera dedicada a una estrella deportiva en ciernes.

Fue uno de los periodistas que reportó el Campeonato Sudamericano de Natación en Lima en 1938, y fue testigo de la hazaña de Los Cuatro Mosqueteros del Guayas. En 1939 se separó voluntariamente de El Telégrafo para continuar con la revista Olympia y en 1942 pasó a EL UNIVERSO hasta 1945, en que volvió a El Telégrafo.

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Dos grandes escritores se incorporaron en la década de los años 20 al periodismo del deporte: los hermanos Manuel Eduardo y Abel Romeo Castillo. El primero, poeta modernista, fue el fundador de la añorada revista llamada El Telégrafo Literario. Su columna, titulada Sportfolio que suscribía con el seudónimo de Un Aficionado, fue una de las más leídas hasta bien entrada la década de los años 30. Había sido fundador del C.S. Patria, futbolista y boxeador. Su hermano Abel Romeo es el “romancero” del deporte porteño. Sus composiciones poéticas dedicadas a Luis Alcívar, Carlos Luis Gilbert, Pancho Segura, Juvenal Sáenz son un paradigma de belleza. Escribía una columna que firmaba como Caballero de Monocle. Su producción diaria sobre la hazaña de Lima quedó en la historia. En su juventud Abel Romeo, poeta, historiador y maestro, fue un brillante boxeador, campeón universitario en Estados Unidos y luego novillero en Madrid.

Carlos Manrique Izquieta fue ciclista y el mejor decatlonista entre 1919 y 1925. Se había graduado de licenciado en ciencias sociales y políticas y era un concertista virtuoso del piano. Se incorporó a EL UNIVERSO en 1927 y en sus columnas mostraba un conocimiento universal de los deportes y una enorme capacidad combativa, especialmente para condenar el profesionalismo encubierto en el fútbol y el menosprecio a los demás deportes. En un viejo ejemplar de nuestro Diario encontré esta cita suya: “Periodismo, esa ingrata labor que tiene para quien la ejercita dos filos: hace sangrar con la ingratitud de los elegidos y hace sangrar con la reacción violenta de los censurados”.

Fernando Rodríguez, César Plaza, Carlos Izquieta y Abel Romeo Castillo son unos cuantos ejemplos de periodismo transparente. Sin recibir favores que los condicionaran al silencio, u ocultos tras invitaciones a viajes aunque se disfracen de contratos para hacer ‘documentales’ de los que nada se conoce.

César Plaza Ledesma, esmeraldeño, era muy joven cuando se radicó en Quito para estudiar ingeniería civil. Aunque era un destacado basquetbolista activo en las filas de Liga Deportiva Universitaria, nuestro periódico lo contrató como corresponsal. Firmaba sus columnas como Marimba. Valiente, comprometido con la verdad, Plaza Ledesma desafiaba a diario la soberbia de los dirigentes quiteños empeñados en borrar del mapa deportivo a la Federación Deportiva Nacional del Ecuador y a la Federación Deportiva del Guayas a través de leyes expedidas por dictaduras dóciles a sus maniobras.

Hartos los dirigentes capitalinos de las retumbantes crónicas de Marimba, que los desafiaba desde el mismo Quito, el 28 de noviembre de 1935 fue expulsado por la Federación Deportiva de Pichincha por expresar opiniones contrarias a la estatización del deporte. No lograron atemorizarlo. El 4 de diciembre apareció en El Comercio, de Quito, y en EL UNIVERSO, una carta de Plaza, quien, entre otras cosas, decía: “Extraña un proceder de esa naturaleza porque es hecho claro y cierto que la libre emisión del pensamiento está garantizada por todas las cartas fundamentales del mundo. Extraña el proceder que se ha tomado en contra del suscrito por la sencilla razón de que, como deportista no se la ha juzgado, y como periodista no se encuentra afiliado a ninguna organización deportiva del país. Por el contrario, como deportista tiene muchas comunicaciones de la entidad que usted preside en las cuales se aplaude y encomia su labor”.

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Al conocerse la expulsión, tres días después de la carta Liga Deportiva Universitaria de Quito lo reeligió como secretario general. Marimba siguió en el combate hasta que en 1941 murió en Buenos Aires adonde había ido a operarse de una enfermedad ocular.

Son unos cuantos ejemplos de un periodismo nacional transparente, limpio, no adicto a las órdenes de dirigentes que empañan la diafanidad del deporte. Un periodismo sin favores que los condicionaran al silencio y a la obsecuencia, ocultos tras las invitaciones a viajes aunque se disfracen de contratos para hacer ‘documentales’ de los que nada se conoce. (O)