Esta columna va dirigida a los viejos fanáticos del fútbol que llenaban la general del viejo estadio Capwell para alentar al Barcelona de antaño, el de los criollos artistas del balón que cobraban muy poco pero que dejaban el alma en las canchas. A los que lo vieron ganar tres veces al Millonarios de Bogotá; a los que celebraron la gira invicta a Barranquilla, adonde invitaron al club para ver si era cierto que era tan bueno como para vencer al Ballet Azul de Néstor Raúl Rossi, Adolfo Pedernera y Alfredo Di Stéfano y terminaron con una catarata de elogios para “el mejor equipo que ha pasado por nuestros estadios”, como dijo el cronista Arkamuz en el diario barranquillero El Heraldo.

También para los que aplaudían a rabiar cada vez que los canarios doblegaban a los linajudos cuadros que pasaban por Guayaquil en esa bella época, cuando el estadio que construyó El gringo guayaquileño George Capwell era un modesto escenario para 27.000 personas.

Pero también escribo para los jóvenes seguidores del Ídolo del Astillero que quieren conocer su historia que lo convirtió de un modesto club barrial en un fenómeno de popularidad. Para los periodistas bisoños que aceptan que la historia es un básico ingrediente de cultura y no muestran odio al conocimiento y a la ilustración. Para los dirigentes que ignoran la trayectoria del club y que se dejaron engatusar sobre el tema de la idolatría. Y para los futbolistas actuales que no conocen la senda que ha seguido la camiseta que visten desde que fue fundado el club, en una esquina del barrio del Astillero, hasta convertirse en un fenómeno deportivo y social.

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¿Quién fue Rafael Chivirico Dávila y qué tiene que ver con nuestro fútbol? Vuelvo a mis pasos de niño en mi viejo y muy deportivo barrio de La Victoria, por cuyos portales y veredas los chiquillos marchábamos cantando una pegajosa melodía rumbera: “¡Me van a matar con un pelotazo/ me van a matar con ese bolazo/ por doquiera que yo voy todos me hablan de fútbol/ por doquiera que yo voy todos me hablan de fútbol/ Que Barcelona ganó/ que Millonarios perdió/ que 3 a 2 le ganó/ en el juego de fútbol”.

No había emisora que no pusiera la canción, especialmente en las tardes o noches en que jugaba Barcelona ya metido en el corazón popular. En alguna parte de mi archivo tengo un dato sobre la fecha de la grabación que hizo Rafael Francisco Dávila Rosario (1924-1994), uno de los más grandes guaracheros de Puerto Rico, con el acompañamiento de la orquesta guayaquileña Costa Rica Swing Boys, la favorita del memorioso Pedrito Mata Piña cuando era el rey del mambo en la pista del American Park. A Dávila lo conocían en toda América como Chivirico. Se lo pusieron en 1946 en La Habana, aludiendo a una famosa mermelada que se vendía en ese tiempo.

Chivirico fue un sonero trashumante que cantó con Pérez Prado, Rafael Cortijo, Tito Puente, Fania All Stars y más de una docena de las mejores orquestas. En ese peregrinaje llegó a Guayaquil en 1950, donde se vivía aún la emoción del triunfo sobre Millonarios del 31 de agosto de 1949. Barcelona marchaba raudo hacia el primer título de su historia: el que conquistó en 1950 en el último torneo federativo, antes de que se fundara el profesionalismo. El puertorriqueño estaba actuando en los teatros porteños cuando le insinuó al director de la Costa Rica, el maestro Rosendo Chendo Pino, grabar una canción dedicada al Ídolo del fútbol. Pino hizo los arreglos y el producto fue un éxito, tanto que todavía lo recuerdan muchos de los que vivieron ese tiempo.

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El entusiasmo pasó, pero en 1955 Chivirico se hallaba viviendo en Guayaquil tal como les contó al periodista colombiano Rafael Quintero y al escritor Umberto Valverde en una entrevista en Cali en 1994, dos meses antes de que el salsero muriera en Nueva York. En esa entrevista, Dávila narra que llegó a nuestra ciudad en 1954 y se quedó a vivir once años. Según cuenta, puso “un negocio de guineo y plátano”, se hizo de compromiso y tuvo dos hijas que, tal vez, vivan aún en Guayaquil. La canción resucitó en 1955 cuando Barcelona fue campeón por primera vez en el profesionalismo. De seguro el Memorioso Mata conoce todos los detalles de esta historia.

La canción se perdió. Una vez la oí en un programa dominical nocturno hace al menos 40 años. El periodista que tenía el casete se negó a prestármelo, pese a que lo estaba ayudando en su jubilación en el IESS. Nunca más volví a oír a Chivirico y su guaracha. La busqué incansablemente, acudí a Carlos Wong –el más grande de los coleccionistas nacionales de música–, quien me confesó que no la tenía, publiqué una columna en este Diario pidiendo a quien la tuviera me la prestara. Nadie respondió, por lo que creí que se había perdido para siempre.

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En North Bergen, Nueva Jersey, apenas llegado, conversé con un barcelonés de cepa, mi amigo Winston Andraca. Me agradeció haberle enviado el pasodoble dedicado en 1948 a Sigifredo Agapito Chuchuca, el ídolo del Ídolo que lo volvimos a grabar en la voz de César Augusto Montalvo y la producción del maestro Tito Haensel. La canción original, con la música de Silverio Pérez, el pasodoble compuesto por Agustín Lara en 1943 (en honor al legendario torero mexicano), también desaparecida, fue la culminación de la ceremonia de presentación de mi libro Los forjadores de la idolatría, en el Salón de la Ciudad el 19 de julio anterior.

Fue una enorme sorpresa para toda la familia Chuchuca Basantes, que estuvo presente en el acto, y para los concurrentes. Jaime Rumbea, hijo del prócer barcelonés Wilfrido Rumbea, recordaba la letra, al igual que el célebre pintor guayaquileño residente en Los Ángeles Luis Burgos Flor, nacido y criado en el Astillero. Mientras hablábamos de este tema le dije a Winston Andraca que me apenaba haber fracasado por más de tres décadas en la búsqueda de la canción de Chivirico Dávila, y apenas terminé de hablar mi amigo dio un salto y me gritó: “¡Yo la tengo en un disco que me regaló hace muchos años Ricardito Muñoz!”, quien no es otro que un antiguo pana de la vieja esquina del Chacarita Juniors, en el barrio de La Victoria.

Winston ha tenido la amabilidad de grabarme todo el disco del sonero boricua y ya he escuchado al menos veinte veces aquella canción que cantábamos los muchachos de mi barrio y he vuelto a ser niño por segunda vez. La Asociación Barcelona Astillero, única guardiana de las glorias del club, va a editar un CD con la melodía de Chivirico, el pasodoble en homenaje a Chuchuca grabado por César Augusto, la guaracha de Daniel Santos y muchas melodías más de raigambre torero. No busca lucro alguno, solo preservar esas canciones que se cantaron ayer, se entonan hoy y se escucharán para eternas memorias.

Gracias a Winston y Ricardito. Por ellos me reencontré con Chivirico Dávila y hoy estoy cantando como en los viejos tiempos: “¡Me van a matar con un pelotazo....”. (O)

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No había emisora que no pusiera la canción grabada en 1950, especialmente en las tardes o noches en que jugaba Barcelona ya metido en el corazón popular.